Ángela Vallvey
Tener
En mi artículo anterior, conté cómo una amiga reaccionó cuando le dije que antes «cuando uno no podía permitirse algo, sencillamente se privaba de ello. Si no podías comprar un coche caro, te conformabas con uno barato...», etc. Mi amiga se ofendió por mi comentario (ahora solo es conocida). Yo únicamente pretendía señalar que, cuando se desea algo, se lucha por conseguirlo. Trabajando, ahorrando, con esfuerzos, hasta que llega el día en que se lo puede consentir. Esto, en lo que se refiere a las cosas, a tener cosas y adquirir cosas. Del espíritu y el intelecto, ni hablamos. Pero las cosas solo son cosas. Vivimos en un mundo de cosas. Constantemente nos espolean para que tengamos esto o aquello. Incluso hay necesidades que se inventan y que, inmediatamente, hacemos nuestras, como si fuesen hambres existenciales que hubiéramos llevado dentro toda la vida. Nadie nace con la insuficiencia de un Smartphone, pero, en un determinado momento, puede sentir que, si no lo consigue, morirá de frustración, que le fallarán las constantes vitales. He visto a personas amargarse porque creen que lo merecen. Que tienen «el derecho» a poseer Smartphones, y tales así. Que el ser humano es materialista, no hacía falta que lo dijese Plejánov, pero en estos tiempos el materialismo ha dado una vuelta de tuerca. El español es un idioma privilegiado que distingue entre «ser» y «estar», utilizando dos verbos diferentes. Pero sobrellevamos un proceso tan materialista que nos impulsa a estar, más que a ser. «Estamos» porque «tenemos». Y muchos sienten que «tienen» el derecho de «tener». No lo necesario, sino más. Siempre más. Algo perfectamente legítimo si no fuese porque, además, están convencidos de que ese «tener» es una prerrogativa por la que no hay que esforzarse, un regalo de birlibirloque. Esta es la era del materialismo abracadabra. El que solo precisa ser conjurado con la simple aspiración. Por eso triunfan los libros de autoayuda en los que el mensaje es: «Porque tú lo vales». La mera ambición, la pura pretensión, se han convertido en dialéctica. El razonamiento –la ficción del mismo– se hace desde el anhelo mágico. Cada vez son menos quienes saben que hay que perseverar y afanarse –«afaenarse», aunque el palabro no exista–, para lograr una meta. Quizás el problema sea que nuestros fines son cosas: la lucha por los derechos de una vana materialidad que acabará convirtiéndonos también en cosas.
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