Julián Cabrera
Todo un día perdido
«Que reflexionen ellos», me apuntaba horas antes de las elecciones generales de 2008 un grupo de matrimonios de mediana edad, preguntados en una terraza del parque del Retiro sobre la utilidad de las jornadas de reflexión a propósito de un reportaje que elabore sobre este asunto.
La respuesta, señalando obviamente a la clase política, estaba llena de carga, tal vez porque son quienes se someten al veredicto de los ciudadanos quienes tienen que reflexionar sobre su gestión en el Gobierno o su actitud en la oposición.
Decididamente soy contrario a «castigar sentados en el rincón de pensar» durante un día a unos ciudadanos que, paradójicamente, en la misma jornada previa a la cita con las urnas siguen viendo por la calle, en las marquesinas y colgados de las farolas los carteles pidiendo el voto para el candidato de turno.
Las jornadas de reflexión, inexistentes en países de sólida y muy asentada tradición democrática, pudieron tener su razón de ser hace décadas en España, tal vez por aquello de mantener el orden en una democracia recién estrenada. Pero hoy, con la irrupción de unas redes sociales que no reparan en ese concepto de obligada reflexión, es como querer ponerle puertas al campo. Twitter recoge doscientos millones de mensajes al día en el mundo y Facebook tiene, sólo es España, quince millones de abonados que hacen echar chispas, sea sábado de reflexión u otro día cualquiera.
El disputado voto del ciudadano español también podría ganarse en el último minuto y de penalti y además nos ahorraríamos esos pasteleros reportajes de los que se libran otras democracias, como son nuestros políticos paseando al perro por el parque, montando en bicicleta o presidiendo cálidas reuniones familiares en la jornada de reflexión.
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