Restringido

Tomás en el New York Times

La Razón
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Lo habitual, ya saben, es que la Prensa internacional, los corresponsales, le dedicaran a España rancias gacetillas melancólicas. O, peor, enmiendas a una totalidad que les decepcionaba ante la anemia de tipismos. El problema es antiguo: María del Mar Serrano, en su tesis sobre «La percepción del espacio geográfico a través de las guías y los relatos de viaje en la España del XIX», recuerda como Prosper Mérimée, tras uno de sus viajes a Madrid, escribe que ha «encontrado aquí muchos cambios. La civilización ha hecho progresos muy considerables, demasiado considerables para nosotros, aficionados al color local. El miriñaque ha desbancado por completo a la antigua saya, tan bonita y tan inmoral. Se dedican mucho a la Bolsa y hacen ferrocarriles. Ya no hay bandoleros y casi tampoco guitarras».

¿Qué se hizo de aquellos tópicos, sol y moscas, ajo y patillas, que tanto embelesaron a los viajeros románticos? Ni siquiera funcionaba ya la pervivencia de la Guerra Civil como mito polisémico para escribir sobre Hemingway, el heroísmo y la agencia Magnum. Por no hablar de la victoria del Estado de Derecho sobre el terrorismo vasco, que tan gratos lugares comunes había procurado a quienes vivían confortables en los meandros de una prosa montonera que asimilaba matarifes y guerrilleros, asesinos de niños y cuatreros por la Sierra Morena. Tampoco es que nos hubiéramos convertido en Bélgica, pero la salud democrática, la fuerza de la economía y la evidencia de que el futuro había llegado y formábamos parte del núcleo duro de la Unión Europea actuaban como antisépticos contra las tentaciones manieristas. Hasta que llegó la crisis, arrolladora, así como el folklórico colofón del intento de golpe de Estado en Cataluña, para alegrar la prosa del turista accidental y volver, volver, volver, con brío impetuoso, a los viejos charcos. Que si las élites. Que si las masas desheredadas. Que si Jaén levántate brava sobre tus piedras lunares. Que si la herencia franquista. Que si la psicotrópica plurinacionalidad y que si blablablá.

De ahí que haya leído con gran interés la crónica sobre la aparición de José Tomás en la Monumental de México que firma Geoffrey Gray en el New York Times. Pocos asuntos como la tauromaquia se prestan al rebozado de tópicos. España y los españoles hace tiempo que resolvieron evolucionar, pero la fiesta de los toros siempre hervorizó unos reportajes plenos de clarines. Un caldo ocre donde cocer los viejos prejuicios y declarar ufanos que por mucho AVE y mucha Terminal 4 la pervivencia del pasado late feliz bajo los trampantojos de la modernidad. Pues bien. Gray escribe sobre el matador legendario. Lo hace con rigor, claridad y asepsia. Describe las claves del mito. Lo contextualiza sin concesiones a la equidistancia. Sin el habitual contrapunto de un llamado animalista que equipare al morlaco con un ciudadano con derechos y deberes. Afronta recto la evidencia de que la Fiesta vive días turbulentos, pero la incardina en un tapiz cultural que no requiere de estampas gore ni guiños a Curro Jiménez para explicarse. Con sobriedad y limpieza. Como le corresponde a un arte antiguo y actualísimo, de honda resonancia estética, que agradece una mirada tan desprejuiciada como elegante. Bien.