Joaquín Marco
Tras la Primavera árabe
Pese a su proximidad, África del norte sigue siendo, para la mayoría, una desconocida. Lo fue incluso para Hillary Clinton, de quien no puede dudarse sobre su eficacia y excelente información. En la entrevista que puede considerarse como despedida de su actividad como secretaria de Estado declaró «Bengasi –aludiendo al asesinato que en septiembre costó la vida del embajador Chris Stevens y tres estadounidenses más– no ocurrió en un vacío, las revoluciones árabes han alterado las dinámicas de poder y han destruido fuerzas de seguridad en la región. Y la inestabilidad de Mali ha creado un refugio en expansión para los terroristas». La llamada, en Occidente, «Primavera Árabe» se inició en forma de levantamientos populares en diciembre de 2010 en Túnez, a los que siguieron Yemen, Libia, Egipto y Siria se mantiene en una cruenta guerra civil inacabable. Los países occidentales contemplaron los fenómenos con interés. Porque el objetivo proclamado era sustituir regímenes autoritarios por democracias. Sin embargo, aquellas sociedades no estaban suficientemente preparadas. El fundamentalismo religioso vino a alterar los principios de una democracia laica. Los observadores mejor intencionados entendían que las sociedades podrían buscar nuevos sistemas donde lo islámico pudiera integrarse en formas más o menos occidentalizadas. Lo pudimos comprobar en la Constitución egipcia. En ella, por ejemplo, se prohibe la discriminación por sexo, pero se añade que sin violar la ley islámica, la sharía, y ya sabemos cuán ambiguas pueden ser las interpretaciones de costumbres y leyes religiosas. En consecuencia, las mujeres egipcias gozan de escasa protección.
Cada uno de los países presentaba signos de identidad diversos, desde Ben Ali en Túnez hasta Hosni Mubarak en Egipto. Y este último país sigue siendo, pese al presente desequilibrio, el más sólido baluarte prooccidental. Presenta todos los rasgos de una transición difícil: se halla inmerso en una grave crisis económica, quienes participaron en las primeras concentraciones de la plaza de Tahir contra un sistema despótico, una vez derribado, creyeron posible mantener una convivencia ideológica que se ha tornado más que difícil. La misma Constitución es rechazada por una buena parte de la población. El Ejército sigue al margen de cualquier control y Mohamed Mursi, dos años después de acceder al poder, se ha visto obligado a decretar el toque de queda en Port Said, Suez e Ismailia. Poco sabemos de lo que ocurre en la Libia de hoy, porque allí la muerte de Muammar El Gadafi, en octubre de 2011, significó el fin de todas las instituciones, incluido el ejército y la administración pública. Las milicias locales y regionales de distinto signo ocuparon el vacío de poder y, lógicamente, fueron infiltradas por radicales y campan a sus anchas. Todo ello parece quedar lejos de Mali, si contemplamos un mapa de África, país flanqueado por otra zona bajo control inestable, como pudimos comprobar recientemente en Argelia, donde la intervención militar cortó de raíz, a sangre y fuego, cualquier intento desestabilizador. François Hollande tomó la decisión de que Francia interviniera en Mali, porque la situación era ya insostenible. Europa apoyó la decisión, pero los soldados que combatieron fueron franceses, malienses, 2000 chadianos y 6.000 miembros de la MISMA (organización del África Occidental). La toma de la mítica ciudad de Tombuctú, la ciudad de los trescientos treinta y tres santos, alejó el peligro de una capital que veía con horror la proximidad de unos rebeldes islamistas que practicaban la sharía. Las tropas aliadas han llegado ya a Kidal. La resistencia ante los medios limitados desplegados por el Ejército francés ha sido escasa, pero elementos infiltrados por Al Qaeda se refugian en el desierto y en las montañas. El Reino Unido enviará 300 hombres que se añadirán a los instructores de la U.E. Y los EE.UU. instalarán en Níger una base de «drones» (aviones no tripulados).
El Gobierno español apoyó simbólicamente la iniciativa francesa desde el comienzo. Pero una vez más, ha faltado a la cita la respuesta unitaria y conjuntada de una Europa que observa con preocupación, ahogada en su crisis, lo que sucede en el sur sin tomar una decisión proporcional. El apoyo económico tampoco expresa la naturaleza de las inquietudes europeas, que deberían, por lo menos, ser comparables, salvando distancias, a las de Afganistán. Los paralelismos de aquel país asiático con el conflicto de Mali resultan evidentes. En su retirada, los rebeldes llegaron a quemar parte de los manuscritos árabes que constituían uno de los tesoros de la ciudad turística de Tombuctú. El fanatismo religioso, aunque minoritario, se alía con el terrorismo de Al Qaeda. En una entrevista, Francisco Espinosa Navas, jefe de la misión de la UE en el Sahel, define sus fronteras como «una raya pintada en el agua» y señala que, situado en el Níger, «nosotros estamos aquí sólo para el entrenamiento de las fuerzas de seguridad locales. Para ello, la misión tiene una duración de dos años y cuenta con un presupuesto de nueve millones de euros». No parece un gran esfuerzo para una zona potencialmente conflictiva que podría llegar a convertirse en foco del yidahismo. Los países del sur de Europa son la auténtica frontera con un territorio convulsionado, de congénita miseria, que busca sus señas de identidad con grandes sacrificios humanos y materiales y que se plantea alcanzar una compleja democracia islámica.
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