Joaquín Marco
Tres más dos
En 1930, José Ortega y Gasset escribió un opúsculo con el título de «Misión de la Universidad». A él podemos remitirnos todavía al plantear las discutidas y discutibles reformas de la institución. Cabe decir de antemano que las universidades nacieron en la Edad Media a la sombra de la Iglesia y que intentaron adaptarse a la evolución social, aunque no siempre lo lograron. La Universidad española se resistió a las innovaciones y a los cambios. Mientras en el siglo XIX florecían las universidades británicas, el papel de la educación superior en España quedaba reducido a la escuela madrileña del benemérito Alberto Lista, de cuyas pobretonas aulas surgió el movimiento romántico. La Universidad que vivió en sus carnes José Ortega y Gasset en el pasado siglo poco tenía que ver ya con la del siglo anterior. Desde comienzos del siglo XX había surgido entre la población, mayoritariamente iletrada, aunque incitada por una minoría preocupada por el tema, la preocupación por la enseñanza y hasta por sus métodos. Contribuyeron a ello de forma considerable las formaciones políticas que representaron desde la militancia obrera a la burguesía ilustrada. En 1930 se avizoraba el advenimiento de la República y sus radicales transformaciones en el ámbito de la enseñanza. Ortega no podía mostrarse ajeno a una reflexión que, como tantas de las suyas, mantiene todavía rasgos aprovechables. El siglo XXI que disfrutamos poco tiene que ver con aquella sociedad y las instituciones y fórmulas por las que nos regimos quedan lejos de un tiempo y de una cultura que en algunos ámbitos se ha calificado de «Edad de Plata» en comparación con la del «Siglo de Oro». Pero nuestras instituciones culturales se situaban lejos de lo que era una Europa que había superado ya el trauma de la I Guerra Mundial. Han transcurrido muchos años y se han producido cambios trascendentales incluso en la Universidad. Escribió Ortega palabras válidas aún sobre la misión universitaria: «La sociedad necesita buenos profesionales –jueces, médicos, ingenieros–, y por eso está ahí la Universidad con su enseñanza profesional. Pero necesita antes que eso, y más que eso, asegurar la capacidad en otro género de profesión: la de mandar. En toda sociedad manda alguien –grupo o clase, pocos o muchos–. Y por mandar no entiendo tanto el ejercicio jurídico de una autoridad como la presión e influjo difusos sobre el cuerpo social. Hoy mandan en las sociedades europeas las clases burguesas, la mayoría de cuyos individuos es profesional». La Universidad que vivió Ortega era minoritaria y burguesa, como lo fue también la que viví, pasada la mitad del siglo XX. Ni él, ni siquiera yo mismo, podíamos imaginar que en la actualidad existieran más de un millón y medio de estudiantes universitarios distribuidos en 82 universidades y 200 campus. El desarrollo del país se aceleró, pero los estudios universitarios fueron a remolque de las necesidades de la nueva sociedad. Sin embargo, la idea de Ortega de formar clases dirigentes que surgieran de las aulas universitarias sigue siendo válida. El problema que se plantea, en medio de una crisis que afecta profundamente a las diversas etapas de la educación, consiste en utilizar los recursos económicos a ellas destinados de la manera más eficiente posible. La enseñanza es una apuesta de presente y futuro y cualquier recorte en formación del personal docente o en medios se deja notar de forma sensible. Nuestras universidades, se nos reitera, no se encuentran situadas entre las mejores del mundo según los baremos internacionales. Pero cabe advertir también de dónde partían. En este momento, según Montserrat Gomendio, secretaria de Estado de Educación, el modelo actual universitario «se puso en marcha en contra de los rectores, que entendieron que hacía falta un sistema flexible para converger con Europa». Todo comenzó con la aplicación del Plan Bolonia, que pretendía uniformizar la enseñanza universitaria en la UE y hacer posible una equiparación mejor de títulos. La mayor parte de las facultades distribuían las asignaturas en ciclos de cinco años. En mi tiempo y facultad, el ciclo se dividía en dos partes: dos años comunes y tres de especialidad. Pero el sistema fue abolido, se tomaron en consideración los «créditos» que comportaba cada asignatura. Sin embargo, el plan europeo se definió como un ciclo de tres años más dos de máster. Ello suponía un vuelco en la organización de las enseñanzas y los rectores optaron, de momento, por otro ciclo de cuatro más uno. El máster consiste hoy, salvo en algunas facultades técnicas, en un solo año. Pero el Ministro de Educación ha decretado la convergencia con el resto de los países de la Unión. Se impone, pues, el tres más dos. Y a ello se ha resistido el Consejo de Rectores. La reforma provoca varios problemas. Aquel profesorado universitario, que se calificaba de PNN (Profesor No Numerario) y que se trató de eliminar, ha regresado bajo otras denominaciones. Ha disminuido el número de profesores estables. Cierto es que el 50% de las titulaciones tienen menos de 75 alumnos, pero la enseñanza universitaria, que se paga por créditos, se ha encarecido y, de aplicar el método convergente, se encarecería aún más, porque el precio de los créditos de los másters son más caros. Por otro lado, no han podido comprobarse todavía los resultados del cuatro más uno y las universidades dependen de las autonomías. Todo ello ha provocado también las protestas de los alumnos que ven cómo sus becas disminuyen, pese a que el Ministerio dice lo contrario, y la exigencia de las calificaciones medias para obtenerlas se incrementa. Se alientan también otras ayudas económicas, a devolver, para subvencionar las matrículas. Pero no existe una preocupación ciudadana sobre algo tan determinante como el servicio que han de ofrecer las universidades públicas. Habría que sumar a todo ello cuanto se refiere a la investigación y a la ciencia. Y añadir, además, las escasas posibilidades de empleo de una juventud preparada que a menudo decide explorar nuevos horizontes geográficos. Conviene reflexionar sobre todo ello y llegar, sin duda, a esta imprescindible convergencia europea con medios y organización adecuados. Conviene no exagerar tampoco las denuncias del Tribunal de Cuentas. Pero el 3+2 es ya imparable. Y un debate y consenso, también.
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