Lucas Haurie

Tributo de un suplente

Llevábamos dos años alimentando la esperanza de que el diagnóstico que sacó a José Luis Alvite de nuestra contraportada fuera otra de esas ficciones que él situaba en el Savoy y que mezclaba con episodios más o menos apócrifos de su biografía. Pero el cáncer era cierto, por desgracia, y el maestro ha muerto dejando mil artículos pendientes, al margen de los que jamás entregó. Además de admirarlo, a lo más que llegué fue a estrecharle la mano una vez; bueno, y también a sustituirlo en un par de ocasiones en las que se había comprometido a escribir pero se arrepintió al final o tal vez se olvidó; imagino que la sensación del lector fue de indignada estupefacción, como quien espera un aria de la Callas y se encuentra con Lady Gaga dando berridos. La superioridad me encargó hace poco el obituario de Huracán Carter e inspirado, pretendidamente, en sus «Almas del nueve largo», salió un churro que habría merecido la imprecación de Sonny Lester, su álter ego pugilístico: «Sabes, muchacho», me pareció escuchar la voz del boxeador filósofo de barra de bar, «entregas los trabajos con la puntual disciplina del soldado, pero juntas letras con la caótica falta de talento del cabo chusquero».

Tan bueno fue Alvite, el hombre que derramaba metáforas en el folio como el grifo abierto echa agua, que no necesitó en cuarenta años escribir una sola línea de política. Por aquello del paisanaje, hoy es comparado con Julio Camba porque su prosa, sí, podía ser desternillante; pero su estilo quizá se asemejase sobre todo al de Cunqueiro, con ese humor más grisáceo que negro y sin faltar un toquecito rural. Bohemio y libérrimo, amante autoproclamado de beber más de lo aconsejable y de pernoctar en burdeles, frisó la condición de apestado que sólo eludió por el empeño de este periódico y de Carlos Herrera por sacarlo de la molicie. En la fonoteca de Onda Cero quedaron las piezas que leía cada viernes, cuando se acordaba, con su voz profunda y cansada. Sin ánimo de caer en el autobombo, es obligatorio consignar que Alvite se hubiese muerto de asco –literalmente– en este mundillo, rácano e ingrato hasta decir basta, si este grupo no lo hubiese rescatado del fondo del agujero. Refiriéndose a nada en concreto, retrataba la vida misma y sin haber ido jamás a Nueva York, pintó sus bajos fondos mejor que el tuerto Andrew Vachss. Descanse usted en paz, genio.