El desafío independentista
Un ministro
Escucho a Cristóbal Montoro y tecleo la columna al tiempo que trato de no levantarme y aplaudir cada cinco minutos. El ministro explica sus acciones y asume las responsabilidades del gobierno mientras lo que queda de la izquierda al sur del PSOE habla de «presos políticos» y Ada Colau clama contra la «deriva represora» del gobierno. Hay algo en el discurso de Montoro de clase magistral ante un aula de repetidores. Frente al oportunismo de una alcaldesa de Barcelona que, en nombre del pueblo, ya hace un año escribía del «deseo de independencia frente a un estado que ignora sus derechos y libertades nacionales», ante el envilecimiento de una ERC especializada en las performances parlamentarias, delante de un PSOE incapaz de apoyar sin pucheros la soberanía nacional, y frente a un Podemos que convoca manifestaciones del brazo de la antigua Batasuna, la elocuencia de un Montoro impecable y feroz con quienes confunden diálogo político y posibilidad de situarse por encima del mandato constitucional. Qué rubor, la parla de unos golpistas más allá del Estado de Derecho. Qué morro y qué cinismo, el de esos mercachifles que mezclan a sabiendas las acciones del Poder Judicial y las del Ejecutivo, como si el primero actuara a las órdenes del segundo y en España la democracia no fuera más que un carnaval y el marco estatutario y constitucional una especie de camisa de fuerza sobre los tiernos hombros de una (parte de la) sociedad catalana que, visto lo visto, está por encima del resto de la sociedad española (dentro y fuera de Cataluña). Indescriptible, por mendaz, la retórica plurinacional, y hasta pansexual, de unos sujetos que en su afán por brear al gobierno son capaces de bailar agarrados a los herederos de los cantones. Cuando el diputado de ERC pidió que el gobierno quite «sus sucias manos de Cataluña» estaba repitiendo la epístola de Jon Idígoras en 1995. Hagan memoria. En sede parlamentaria, orlado con la superioridad moral que distingue a los mejores predicadores, Idígoras denunció la corrupción de un modelo político «heredado del franquismo» al tiempo que exigía al gobierno que sacara sus «sucias manos de Euskadi» y dejara de «interferir en los asuntos vascos». Lo hizo, recuerden, el mismo año en que fueron asesinados a manos de ETA Gregorio Ordóñez y otros 14 ciudadanos. Como uno descree de las conspiraciones pero también de las casualidades, y suponiendo que Rufián no sea tan analfabeto como parece, concluiremos que existe un hilo de alta tensión entre el discurso de aquel siniestro Idígoras y el de los actuales partidarios del golpe. Un tuétano que, adobado de ideas supremacistas, antepone las falacias identitarias a los derechos ciudadanos y aplaude el caudillismo xenófobo mientras condena, por represor y malvado, el limpio proceder de la Policía y Guardia Civil, empeñadas en cumplir y hacer cumplir las resoluciones del Tribunal Constitucional. Como para no sentir un calorcito cercano a la emoción cuando el ministro les explicó de qué va todo esto.
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