Agustín de Grado
Un Valls para el PSOE
Sólo hay que escuchar cada día a Elena Valenciano para darse cuenta de cuál es el problema del PSOE. Las realidades evolucionan, los asuntos exigen nuevas respuestas y, sin embargo, los socialistas permanecen fieles a sus antiguallas ideológicas, apolilladas por el paso del tiempo que certifica su fracaso. Su empecinamiento por competir con el espacio de la izquierda más rancia es algo propio de este PSOE desconcertado, no del resto de los partidos socialistas en Europa. En Alemania, la socialdemocracia en ningún momento se planteó pactar con los comunistas para arrebatar el poder a una Merkel arrolladora en las urnas, pero sin mayoría absoluta: hoy gobierna con ella. Ahora, en Francia llega a Matignon un socialista que ofrece un perfil insólito en las huestes de Ferraz. Como alcalde de Evry –nos recuerda Percival Manglano desde París–, Manuel Valls propuso poner a una explanada el nombre de Juan Pablo II, dobló el número de policías municipales con el argumento de que «ningún rincón de la ciudad debe quedar en manos de los gamberros», afirmó que una reforma de la universidad debería superar «los estragos del igualitarismo» y votó a favor de convertir en delito los ultrajes a la bandera y el himno nacional. En 2011 compitió en las primarias socialistas y perdió sin paliativos. Defendía la derogación de la ley de las 35 horas semanales de trabajo porque había que trabajar más y abogó por déficit públicos por debajo del 3 por ciento. ¿Se imaginan a un socialista español haciendo carrera con estas propuestas? En Francia ha llegado a primer ministro. De haber seguido en España, donde nació en 1962, Valls no sería nadie ante Elena Valenciano.
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