Ángela Vallvey

Vacuna

Un niño enfermo de difteria –terrible enfermedad que se creía erradicada hace veintiocho años en España– ha puesto la diana sobre una tendencia que duda sobre la conveniencia de vacunar a los niños. El asunto ha sorprendido a otros padres, que seguramente nunca han recelado de vacunar a sus hijos para librarlos de males que aún azotan a otras zonas del mundo precisamente porque allí no llegan las vacunas que podrían prevenir las muertes de los pequeños. Asombra que existan personas que, seguramente con la mejor voluntad, se oponen a lo que hasta hace poco eran considerados «adelantos de la civilización». La corriente antivacunas podría tener una lógica «alternativa» hace años, cuando no se producían movimientos e intercambios globales continuos de seres humanos y mercancías; sin embargo, ahora cada vez es más difícil estar a resguardo de cualquier enfermedad extraña que ocurra en el rincón más recóndito de la tierra. El ébola es un ejemplo. La voluntad electiva de escapar de una vida cada vez menos natural es un sueño hermoso y utópico, pero los padres deben velar, sobre todo, por la supervivencia de sus hijos. Confieso que esta polémica me ha sorprendido: yo ni siquiera sabía que un 3% (o un 5, según las fuentes) de los padres rehúsan vacunar a sus hijos. Tal porcentaje sería inimaginable en un país africano que pudiese vacunar, uno de esos donde la mortalidad infantil es una herida sangrante. Y se me escapan las razones que debe haber detrás de una decisión como esa, tan contundente y arriesgada, porque en un mundo globalizado como el nuestro, mantener a un niño sin vacunar significa exponerlo incluso a ese «resto del mundo» donde aún no se vacuna por imposibilidad material de hacerlo y en el que prevalecen enfermedades que dábamos por desaparecidas hasta hace poco en Europa.