Joaquín Marco

Vamos al cine

Ir al cine era una expresión habitual y hasta familiar de la mayoría en el pasado siglo. Rafael Alberti proclamó que había nacido con el cine e incluso escribió algunos poemas sobre los «tontos» de la pantalla y su promoción logró grandes aportaciones al que se califica como Séptimo Arte. Luis Buñuel, que formó parte del grupo, constituye una pieza esencial en el desarrollo del cine universal, aunque su cine fuese realizado en su mayor parte fuera de España. Pero también Salvador Dalí, su primer compañero de fortuna, o Manuel Altolaguirre tuvieron que ver con el cine. En la promoción anterior, Antonio Machado, por ejemplo, no logró entenderlo. Fue antes hombre de teatro. Azorín, en cambio, resultó más receptivo. Pero no pretendo aquí realizar un estudio, que abundan, entre la literatura y el cine, aunque no cabe olvidar la estrecha relación del nuevo género con la novela, el teatro y hasta la poesía. No pretendo tampoco descubrir la estrecha relación de aquél con los movimientos estéticos que lo acogen, ya sea el expresionismo o el neorrealismo. Pero el cine, especialmente en los últimos años, ha sufrido una importante evolución. Los medios audiovisuales y la naturaleza del espectáculo han transformado los gustos y las formas de comunicación con su público. Porque el cine es un fenómeno complejo que se distingue de otras artes en su origen colectivo. Intervienen productores, actores, guionistas, directores, distribuidores, salas de exhibición, etc. Aquel cine de Hollywood de los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo que tanto apreciamos ha alterado hasta sus esencias. Todo ha cambiado, incluso la forma de visionarlo. El ir al cine se está convirtiendo cada vez más en una fórmula minoritaria. Llega hoy a nuestra casa mediante el televisor o el ordenador. Pero ya no es lo mismo. Poco tiene que ver la pequeña pantalla, por grande que sea, con la evasión que suponía acudir a la gran sala de exhibición, en ocasiones aparatosa, grandilocuente, traducción de lo que el espectador vería en la pantalla. Tengo vagos recuerdos de aquel cine de la primera posguerra, cuando era obligatoria la exhibición del No-Do, un documental de información y propaganda. En los primeros años era obligado al comienzo levantarse para escuchar el himno nacional y levantar el brazo. El cine de mi infancia fue el cine de barrio, que se diferenciaba de las salas de estreno. Se proyectaban dos películas seguidas y hubo años en los que entre una y otra se ofrecían espectáculos en vivo, las «varietés», una mezcla más o menos feliz de canciones y escenas de humor. En algunos cines se cambiaba el programa los jueves al finalizar la sesión de tarde. Si uno permanecía en su asiento podía visionar hasta cuatro filmes en una doble sesión que duraba más de seis horas. Porque el cine era la perfecta evasión en tiempos difíciles y oscuros, de dificultades de todo orden. En contadas ocasiones dejaba de ser una forma de espectáculo, aunque coexistía también con un cine minoritario e innovador. De hecho, algunos directores bebían de las experiencias de unos pocos que se atrevían a alterar el monocorde, por lo general, discurso cinematográfico al uso. Todavía alcancé en alguno de los cines a ver películas de episodios. Poco se ha inventado tras los primeros años de la experiencia cinematográfica. Las salas de exhibición formaban cadenas y los rollos de las películas viajaban en moto, porque había siempre múltiples posibilidades de acudir a un cine próximo sin largos desplazamientos. Las sillas eran más o menos incómodas y la oscuridad se rompía por la luz de la pantalla, salvo en las últimas filas, reservadas por lo general a las parejas de novios. Mi promoción se formó con el cine y con la radio. Testigos de ello fueron Manuel Vázquez Montalbán o Terenci Moix, en cuyas obras y en las de otros muchos descubrimos ecos de aquellas influencias. Llegó un momento en el que se intercomunicaron y la radio retransmitía filmes. Una voz susurrante describía la acción cuando no había diálogo. Eran también años de experiencias radiofónicas teatrales: teatro leído y lanzado a las ondas, tan diferente de como lo entendemos hoy y de cómo debe ser.

La difusión de la televisión vino a alterar nuestra ya definitiva dependencia de la imagen. En sus comienzos, el televisor era reverenciado como la pantalla cinematográfica, pero la facilidad de tenerlo en casa, en el teleclub o en casa de un vecino o amigo rompió las reglas que nos habíamos establecido. Las salas fueron desapareciendo o convirtiéndose en multisalas, con pequeñas pantallas y una diversidad de programación que trataba de alcanzar a todos los públicos. En mi ciudad, en dos años han desaparecido veintiuna salas, alguna de ellas de raigambre y de mármoles y escalinatas: una introducción al lujo de lo imaginario. En Soria, me dicen que ya no queda ninguna. En el cine uno se fusiona con la imagen y con la historia que se desarrolla en la pantalla, como lo hace el lector en arduas horas, cuando se enfrasca en una novela. Pero la transmisión de películas por televisión, vídeo o DVD nos han alejado de las salas. El reciente incremento del IVA ha rematado lo que se veía venir. El espectador de hoy tiene tantos alicientes a su alrededor que casi no acude al cine. Los festivales o la publicidad contribuyen a incrementar cierto glamour. Pero ya no existe el mito de las estrellas de antaño. Se está convirtiendo en género minoritario que, a diferencia de la poesía, requiere de inversión, apoyos oficiales y de un buen número de profesionales. Las salas son cada vez menos y los cinéfilos, por desgracia, escasos.