Alfredo Semprún

Venezuela: no hay mucha música en este Caribe

Vista desde la cabina del teleférico que remonta los 2.000 metros del Ávila, Caracas parece hospitalaria. Ha llovido, hay algo de viento en altura y los rascacielos refulgen al sol. Domingo, vísperas de Reyes, la capital de Venezuela está tan vacía como Madrid en el puente de la Virgen de agosto. Los caraqueños están en las playas de La Guaira, al otro lado de la cadena montañosa, apurando los últimos días de las largas, larguísimas, vacaciones navideñas. El barrio burgués de Altamira –alambre de espino y verjas electrificadas– ocupa sus calles con los autos de los senderistas que recorren el parque nacional. Tranquilo, nada recuerda al cruento movimiento de resistencia del pasado abril. Pero en el mejor restaurante de Caracas, hoy lujo barato al alcance de quien tenga dólares, no queda una mesa libre. Tampoco les queda leche ni patatas, ausencia que compensan de sobra los excelentes cortes a la Argentina de res. El bolívar cotiza, oficialmente, a 12 por un euro. Nosotros hemos cambiado en negro a 160. Corre la cerveza con naturalidad, hoy que se ha acabado el periodo de «ley seca». Prohibido vender alcohol desde el 30 de diciembre hasta las once de la mañana del día 2 de enero –Decreto del 19 de diciembre de 2014–. Tal vez así se maten menos. El centro tampoco tiene tráfico. El Ejército se despliega en torno al Palacio de Miraflores y al Parlamento con material antidisturbios. La zona gubernamental está vedada a cualquier tipo de manifestaciones o reuniones públicas. Pero los militares conversan, con los escudos apoyados en las paredes, sin prestar demasiada atención a la furgoneta de accidentales turistas. Algunas tiendas están abiertas en la zona peatonal. Dan ganas de pasear las calles de lo que un día, antes de los terremotos, fue la ciudad virreinal española que encandiló a Humboldt, el geógrafo ilustrado y espía de los ingleses. Pero no. Las primeras 36 horas del año han visto ingresar 32 cadáveres en la morgue capitalina. Uno de ellos, el de un ingeniero de Maracaibo, asesinado allí mismo. La familia lo buscó durante días, sin éxito, hasta que un amigo lo encontró entre los otros muertos sin identificar. Un robo, nos dicen, que acabó mal. La gente se cansa. Un comerciante chino de Catia se había hecho matar el día anterior por unos atracadores. Se resistió, pero, como nos explica el «segurata» que hemos contratado con la furgoneta –va incluido en el precio–, ya había sido víctima de un secuestro exprés el año anterior y de un robo en su establecimiento. «Qué se puede esperar de un país donde los presos se encierran por dentro», se lamenta el guarda. Vamos a contrapelo. Mientras los caraqueños atestan las autovías de regreso, nosotros conducimos hacia la costa. Los ranchos del cerro –laberinto de favelas venidas a más– parecen un belén con el sol poniente. Ahí viven los que ponen y quitan gobiernos. Allí se han volcado las políticas sociales del chavismo. Hace tiempo que tienen agua y luz, y ahora, televisores de plasma. Pero hacen colas eternas para comprar harina, leche y arroz, cuando hay. La economía es un desastre y el petróleo sigue bajando de precio. El Estado fija tres tipos de cambios de divisas –a 12, 50 y 70 bolívares por euro– , sujetos los más favorables a enrevesados y muy corruptibles trámites burocráticos. Y crece el estraperlo y el desvío de los productos básicos al mercado negro. La mayoría de las empresas cerraron por vacaciones. Más de un mes. Sale mejor pagar el salario, el aguinaldo y los seguros sociales de los empleados que fabricar por debajo del precio de coste. El conductor de la furgoneta se queja: «Sí, con un dólar compro 160 litros de gasolina, pero cambiar un neumático me lleva la ganancia de todo un mes». Antes del túnel, a la altura del nuevo viaducto que enlaza Caracas con La Guaira, luce aún uno de los eslóganes de Chávez: «Juntos podemos». En la costa, cuando el sol se pone, miles de caraqueños hacen horas de cola, silenciosos –no hay mucha música en este Caribe–, aguardando los autobuses para subir a la capital. Si tuvieran euros, como nosotros, vivirían como reyes.