Sucesos
Vídeo y pistola
La noticia de mañana nació vieja ayer por la tarde. Normal que aceptemos con bostezos lo que en otro tiempo nos helaría. La repetición hace al monstruo. El cerebro sólo puede asimilar una cantidad limitada de disparates al día. Vean el caso de Monalisa Pérez y Pedro Ruiz III. 19 y 22 años. Novios. Residentes de un pueblo de Minesota. Con una hija pequeña y otro en camino. Abrieron cuenta de Youtube. Suspiraban por acumular seguidores. Colocaban en internet vídeos moñas. De esos que avergüenzan si llegas a viejo. Intercalaban momentos íntimos con otros en la noria, bromitas de saldo, sustos adolescentes. Su último vídeo debía de plantarles en Hollywood. Qué gran idea. Pedro sujeta un libro delante del pecho. Monalisa empuña una pistola. Un Águila Dorada del Desierto, calibre un 50. Un pepino. Un Magnum. Monalisa dispara contra el libro. Creyeron que la bala no atravesaría el tocho, que moriría ahogada entre las páginas. La bala cruzó el libro. Abrió un boquete junto al esternón de Pedro del tamaño de un albaricoque. Murió en el acto. Bang. Cuenta Matt Stevens en el «New York Times» que a raíz del descalabro las visitas al canal de los chicos han conocido un crecimiento explosivo. Mira por dónde. Alcanzaron la fama gracias a que uno enfiló el tanatorio y su pareja la cárcel. A Pedro ya lo habrán enterrado. A Monalisa pueden caerle 10 años. La tragedia se habría descontado en el futuro: la Inteligencia Artificial progresa a velocidad supersónica. «The Economist» ya explica cómo, en menos de un lustro, los algoritmos generarán vídeos falsos indistinguibles de la realidad. Usted y su santa de paseo con un tigre de Bengala. Lincoln sorbiendo una horchata en la Gran Vía. Donald Trump delante de un micrófono mientras dice cosas con sentido. Claro que Pedro también seguiría vivo sin necesidad de aguardar a la revolución de la IA. Bastaba con no haber disparado. Pero el perfume de la fama encela las cabecitas más tarambanas. Narcisos por naturaleza, las redes sociales ofrecen acceso al ascensor de la celebridad sin otro mérito que dar la nota. Basta una cámara para corroborarlo. Tampoco crean que somos más bobos que hace un siglo. La imbecilidad siempre estuvo bien repartida. Cruza generaciones como la antorcha de unos juegos olímpicos para galardonar al menos apto. Al más lelo. Al expedicionario de su propia memez. La diferencia no es tanto cualitativa, tontos los hubo siempre, como cuantitativa: tu vídeo llega a millones. Haces click (o bang, ay), y tuya será la fama. Siempre que tu audacia o tu ridículo sean más o menos novedosos. Ok. Existe otra diferencia, un matiz crucial: a la posibilidad de hacer un calvo delante del público debemos añadir la de votar y hacer muecas y explicarle al mundo tu opinión respecto al culo del stripper. Tormenta perfecta: bien como exhibicionistas bien como opinadores tenemos cubiertas las dos boyas del egocentrismo. Unos hacen el payaso. Otros glosan la payasada. Normal que Trump, que enseña su culo mientras glosa el culo ajeno, sea el rey del mambo.
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