José Luis Alvite
Vientres ciegos
Hace muchos años, en un momento de mi vida en el que sólo encontraba interesante lo que ocurría en mis heces, pensé que lo mejor sería renunciar a mi existencia de entonces y retirarme a un lugar en el que no estuviese mal visto pasar media jornada sentado en el retrete en esa actitud indolente y seráfica, casi orante, que uno adopta en el momento sublime de la defecación. No tuve coraje para hacerlo entonces, ni en cuantas ocasiones me sentí necesitado de cambiar de vida. Además de mi probada incapacidad para la valentía de vivir, me di cuenta de que era también cobarde para la cómoda desidia de renunciar a seguir viviendo. Miro ahora alrededor y se me repiten las sensaciones de aquellos días, la falta de horizontes y la angustia de la rutina, como un reloj arrastrando las agujas en un charco de seborrea. La única diferencia es que con los años he cambiado de mal sabor de boca al despertar. Si cierro los ojos y hago examen de lo que ha sido hasta hoy mi vida, me doy cuenta de que todo en realidad se ha reducido a incubar entre el pecho y la espalda un difunto de otra talla, el cadáver de otro hombre. Ya no recibo buenas noticias en el correo, ni me ocurren novedades, y tampoco me suceden cosas de las que pueda sentirme orgulloso, ni se me presentan decisiones tentadoras por las que pueda al menos considerarme culpable. Y para colmo vivo en un país que se hunde en medio del desencanto y con cierta indiferencia, un país viejo y descreído en el que hasta parece que con la lluvia polvorienta se coagulasen los ríos y cicatrizasen los pantanos, un lugar en el que empieza a parecer hasta cierto punto natural que las preñadas vacíen en un féretro la loza muda de sus vientres ciegos... un país en el que ya ni siquiera oyen el despertador los relojes.
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