Delincuencia
Violencia sin máscaras
La violencia semeja una hidra de innúmeras cabezas, no es una realidad unívoca o monolítica, sino multiforme. Acontecimientos recientes impelen a ahondar en sus entrañas. Así, se habla de violencia según la multiplicidad de sus clases y entornos: doméstica, callejera, deportiva, fronteriza, yijadista... Cabe tanta diversidad en los violentos y sus actos como en las personas. Muchas son las preguntas que plantea su existencia. Pero, hoy, inquieta, gravemente, cierta cuestión: ¿cuándo hay o no violencia?
Más allá del Derecho positivo, necesitamos reconocer su presencia sin ingenuidades. Aquí, sostenemos que la violencia interhumana –la violencia entre seres humanos– se da siempre que una persona o grupo orientan su fuerza al menoscabo o torsión de la realidad de otros, alterando su modo de ser, el orden o la libertad implicados. De constatarse lo antedicho, tendrá que concederse que «haberla, hayla...». Por esto, aunque jueces, abogados y fiscales discutan su concurso, en distintos casos, no parece este dudoso, cuando grupos concertados exhiben su fuerza, para socavar o doblegar al otro, blandiéndola cual intimidación densa y atenazadora que sitia, oprime y acosa.
Esto acaeció y acaece a diario en España, tanto en su interior como en sus fronteras. Al pan, pan; y al vino, vino. Violencia hubo y hay. Otra cosa es justificarla, excusarla, perdonarla. La prueba: sometan a esa misma violencia a aquellos que la refutan, y averigüen si experimentan el cerco angustioso de su presión. Pues la violencia podrá o no ser legítima; pero eso constituye ya otro tema. Un combate de judo o la neutralización de un secuestrador contienen violencia, mas mesurada y razonable.
Violencia la hay con balas o cocktails molotov, con piedras y hasta con humo, con pintadas e insultos, con gritos amenazadores o actitudes y gestos que trasluzcan intimidación o daño cercano posible. Porque no hay violencia pequeña, pues esta siempre involucra un proceso, y, si no se frena, crece.
La violencia grupal, como en La naranja mecánica, crea una realidad colectiva paralela, con la que pretende naturalizar sus desmanes, igual que la sectaria e ideologizada. Spitz indagó en su genealogía personal; Rof Carballo en su origen en el desarraigo y la carencia de cobijo afectivo. La masa la ejerce señalando, jaleando, hostigando, abusando, cobarde y hasta sexualmente, cual manada. Al cabo, toda violencia deshumanizadora denigra a la persona, la rebaja a animal expurgatorio al que sacrificar tribalmente (Girard), según testimonia el elocuente «Expolio» del Greco.
Lo violento acostumbra a camuflarse. Aunque las sutilezas no aminoran su vigor. Se puede ser violento en grupo o en solitario, tras una pancarta o sin vociferar, con un chaleco amarillo o sin él, bajo un pañuelo o a cara descubierta, en medio de una concentración de taxistas o indignados, o desde el cobarde parapeto del despacho de un tirano que aterroriza a su propio pueblo. Lévinas ha meditado sobre los velos de la violencia, nunca inocentes. Ha advertido su afán totalizador, su negación del otro, su brutal explotación de la vulnerabilidad ajena. Ha desnudado la raíz de la violencia, hasta poner en evidencia su obsesión por un yo dominador, cosificador del tú.
¿Quién no la apreciará en los tumultuosos y agresivos hostigamientos, ya continuados, de los separatistas a sus opositores? El que lo niegue que revise tres auténticos tratados sobre sus mecanismos. El primero: El señor de las moscas de Golding, donde unos muchachos, embrutecidos en su isla, se entregan salvajemente a la destrucción del otro, desde un liderazgo cainita. El segundo: La familia Karnowsky de I. Singer, descarnado manual práctico sobre la estigmatización y eliminación del diferente, del no nacionalista o populista. Por último, la película «La ola», en la que aprendemos el perverso dinamismo de una masa, fanática y despersonalizada, compacta por el odio, dispuesta a todo agravio, en función de una autarquía narcisista.
¿De verdad no tienen los acontecimientos que vivimos, casi cotidianamente, nada que ver con esto? ¿Cabe percibir en ellos coerción, presión concertada, quiebra de la paz u orden social, incívicos vandalismos? ¿Revelan pertinaz persecución y asedio, amenaza ostensible hacia los representantes de la ley o hacia los considerados como adversarios?
Pues bien, si es así, se trata de violencia, y una violencia deshumanizadora, que opera cual germen destructivo, cuyo poder se expande en cadena. Esta violencia anhela hacerse ambital, conformar un clima en el que operar impunemente. Comienza por una comunicación que desprecia al prójimo; se enardece con símbolos auto-afirmativos; se regodea en la provocación para, luego, acusar de reaccionario a quien la combata. Anida en nuestro interior, cual bacilo presto a desarrollarse. Y la única forma de precavernos contra su nociva semilla estriba en no dejarnos engañar por sus disfraces, en reconocerla objetivamente, sin tapujos, tal cual ha sido y es, entre nosotros.
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