Luis Alejandre

Volver a La Habana

Siempre volver a La Habana, es como poder abrazar a un viejo amigo, reencontrar a un pariente olvidado. Y siempre es sentir nuestra historia de hermanos que un día nuestros abuelos no supieron o no pudieron mantener. Por supuesto en las familias aparecen desacuerdos e incomprensiones. Pero nada borra la fuerza que tienen los lazos de sangre.

Un irrepetible Carlos Cano nos lo cantaba recordándonos aquello de que «La Habana es Cádiz con más negritos» apostillando con rima entrañable: «Canto un tango y es una habanera, la misma manera, tan dulce y galana y el mismo compás», sabiendo que se mezclaban el «son de chirigota con el sabor de melaza» e incluso «Guantánamo y Rota cantados por un coro en la playa».

Ya podrá estacionar en el aeropuerto José Martí un enorme avión de Aeroflot junto a otro nuestro; ya se podrán encontrar en la televisión cubana tres emisoras chinas o todas las series televisivas norteamericanas; ya se podrá rememorar el ataque inglés de 1762 en plena Guerra de los Siete Años o la trágica Guerra del 98. de la que aún asoman vestigios navales en la bahía de Santiago, la ciudad que fue capital de la isla hasta 1553.

Pero nos reciben gentes que se llaman como nosotros, Gómez o Diosdado, un taxista parlanchín que se llama Pepe o unos recepcionistas del hotel llamados Sánchez y Bejarano. Y quienes han marcado su vida en nombre de la Revolución son gallegos y se llaman Castro.

Y mientras esto siga así, difícilmente rusos, chinos o norteamericanos podrán cambiar su condición de hermanos nuestros. Mientras en el Castillo de los Tres Reyes Magos del Morro quede la huella que trazó en 1558 el ingeniero militar Juan Bautista Antonelli y el recuerdo heroico del capitán de navío Luis Vicente Velasco defendiéndolo heroicamente en 1762 o el ejemplar comportamiento de las Milicias a cuyo frente destacó Pepe Antonio un ciudadano cubano que sintió el deber de defender a su ciudad, quedará España. O en tanto desde el Fuerte de La Cabaña o de San Carlos obra del brigadier Silvestre Abarca construido tras el asalto inglés, sigan disparando cada atardecer cañones fundidos en las fabricas de armas de Sevilla o de Barcelona, en lo que es la mayor fortificación construida –eso sí, tarde– en América, habrá España.

Pero si nos adentramos en La Habana Vieja surge España por los cuatro costados: la Catedral, el Palacio de Capitanía, tan parecido a los de Barcelona o Valladolid, las plazas... ¡Cómo no iba a ser reconocida esta Habana como Patrimonio de la Humanidad en 1982!

No pudimos o no supimos prever que otros andaban al acecho, conociendo nuestras debilidades. Faltó una política previsora, generosa, real. No sólo en Cuba y en Filipinas. Cuando una ya emancipada Dominicana, viendo la pujanza económica y la seguridad de que gozaban Cuba y Puerto Rico, pidió volver a anexionarse a nuestra Corona en 1861, fuimos incapaces de adoptarla.

Pero queda España y no sólo en los apellidos, no sólo en las procedencias regionales: «Tengo familia en Betanzos»; «mis dos abuelos gallegos». No podemos olvidarlos, hoy que ya nos hemos desprendido de deseos imperialistas o incluso de compromisos de bloques antagónicos. España está para hacer de puente con Europa, para abrir las puertas al turismo, para volver a estar –sin presiones– presente en su vida.

Lo entiende muy bien un cubano de excepción, Eusebio Leal, cuyo testimonio aparece por doquier: en un especialísimo Museo Napoleónico que uno no imagina cómo se pudo formar en La Habana, hasta en la reconstrucción de paseos, edificios históricos, fachadas y muelles. Donde hay una obra bien hecha; donde hay un reconocimiento histórico; donde una huella de siglos anteriores, allí aparece la figura de Eusebio Leal.

Y no podemos renunciar a tantos y tantos testimonios de nuestra historia compartida. Hay que reubicar a los Obispos españoles en la Catedral, así como a los Capitanes Generales en el Palacio de Capitanía , personajes que dirigieron la vida religiosa y política de la isla desde 1550. ¡Hablamos de 350 años de historia! Hay que ahondar en cada uno de los lazos que nos unen. Hay que tender puentes, sin miedos y con generosidad. Hay que ayudar a conocernos, a comprender incluso nuestros errores, de los que siempre las sociedades deben aprender.

Dejo el Puerto cuando el «cañonazo» advierte que se cierra hasta el amanecer; localizo la brecha en el Morro por donde entraron los ingleses en 1762; imagino donde se ubicaba el Apostadero en el que se construían barcos de tres y cuatro puentes mejores que los construidos en la Península.

Mientras, viene a mi cabeza aquel estribillo de una habanera bien conocida:

«Allá en La Habana, (bis)

pasan las mismas cosas,

que aquí en España».