Apuntes

Diana Morant, ese faro del saber

Se tira de hoja de servicios socialista y cubrimos todas las salas del Tribunal Supremo

Estudiando la carrera descubrí que en una república del África Occidental, de cuyo nombre no consigo acordarme, las condiciones para ser periodista eran «ser muchacho despierto y ágil» que, «a ser posible», supiera leer y escribir. Enfrentado a la Sociología que nos impartía un tal Ariel del Val, un podemita avant la lettre, entendí que yo reunía las condiciones básicas para ejercer el oficio, sabía leer y escribir y era bastante despierto y ágil –por aquel entonces cubría los sucesos con Ricardo Domínguez en el ABC verdadero– con lo que me parecía perfectamente inútil encarnizarme con temas como el suicidio, según las tesis de Durkhein, o la influencia del Rock en los jóvenes contemporáneos. Pero no, aislado en mi repentina iluminación, despreciada la idea por la mayoría de mis compañeros y familiares, tuve que cursar los cinco años de carrera y aprenderme lo del «medio es el mensaje» y la «aldea global» de Marshall McLuhan, que murió por aquellas fechas sin descubrir hasta qué punto podía ser global el mundo de las redes, pero no por ello edificante. Por ese mismo año, 1980, venía al mundo en Gandía, Valencia, Diana Morant, hoy ministra de Ciencia, Innovación y Universidades, que, perfectamente podría haber establecido la reglas para ser periodista o médico o profesor de EGB o piloto comercial de aquel país africano. Avanzada a su tiempo, es España, claro, no en el África Occidental, Morant considera que los efectos de los títulos universitarios no se sostienen frente a una «buena hoja de servicios» como la de su mentor y amigo José María Ángel Batalla, presidente de los socialistas valencianos, al que colocó su suegro en la función pública y, durante treinta años, fue ascendiendo en el escalafón atribuyéndose cursos y titulaciones más falsas que un duro de madera, aunque, eso sí, servicios al PSOE los ha hecho de todos los colores, lo que, según la ministra, ese faro del saber, es lo único que debería contar. Ciertamente, la titulación universitaria no determina la capacidad profesional ni otorga por sí misma el discernimiento divino, ahí tenemos a María Jesús Montero, que es médico, y cualquiera puede ser ministro, diputado, alcalde o concejal sin acreditar ni el bachillerato. Pero la contradicción palmaria, que sólo Diana Morant está en condiciones de solucionar, está en el Código Penal, que considera delito grave la falsificación de documentos públicos cuando se lleva a cabo por parte de un funcionario. Por firmar un justificante a un compañero para evitar una multa de la ORA perdió la carrera un buen amigo y magnífico policía y no expresó una queja. Parece que Batalla se salvará por prescripción del delito, lo que está bien, porque las leyes son así y están para cumplirse. Otra cuestión es que yo esté con la ministra Morant y sea muy partidario de eso que llaman la «universidad de la vida» o la «escuela de la calle», que siempre he soñado con tener un doctorado en Ingeniería Nuclear, que ves a esos jóvenes dejándose las pestañas para pasar una oposición a juez y se me cae el alma a los pies. No la antorcha a seguir es la que enarbolan Diana Morant y Félix Bolaños. Se tira de hoja de servicios socialistas y cubrimos todas las salas del Supremo. Como con la Fiscalía.