Ministerio de Justicia
A Artur Mas le juzgan por sus actos, no por sus ideas políticas
Parece difícil dar credibilidad a las acusaciones de la Generalitat de Cataluña de que el proceso abierto contra su ex presidente Artur Mas, la ex vicepresidenta Joana Ortega y la ex consejera Irene Rigau responde a una causa política, cuando en todo momento la defensa de los acusados se ciñe a una argumentación procesal con la que trata de sustraer a sus representados de los delitos de desobediencia y prevaricación. Así se desprende de la lectura del auto del instructor de la sala penal del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña por el que se habilita a la Fiscalía y a las acusaciones populares para que soliciten la apertura del juicio oral. En realidad, estamos ante el habitual ejercicio victimista de los representantes del separatismo catalán, siempre dispuestos a eludir la responsabilidad personal de sus actos, mientras alardean del rechazo al mismo orden constitucional que legitima las instituciones de su comunidad autónoma. Pero, llegada la hora de la verdad, nos encontramos con las habituales argucias de leguleyo de quien, sorprendido en el delito, no está dispuesto a asumir las consecuencias. En este caso, con un agravante que los ciudadanos del Principado no deberían olvidar: el espectáculo de sus dirigentes aliviando su culpa en los voluntarios movilizados para la celebración del sucedáneo de referéndum del 9 de noviembre de 2014. Porque el eje de la defensa de Mas, Ortega y Rigau se basa en la afirmación de que las actuaciones administrativas que llevaba a cabo la Generalitat para poner en marcha la consulta fueron suspendidas en cuanto se recibió la orden pertinente del Tribunal Constitucional y en que todo lo que sucedió a continuación fue a iniciativa de los voluntarios. Por supuesto, la exhaustiva investigación llevada a cabo por la Guardia Civil a instancias del juez instructor, así como los testimonios recabados entre las empresas suministradoras del material empleado en la consulta –entre el que destacan los 7.000 ordenadores portátiles adquiridos a Telefónica– y de los programas informáticos para procesar y difundir los resultados, echan por tierra la estrategia de la defensa. Ocurre lo mismo ante la pretensión de los acusados de hacer pasar por impotencia lo que no es otra cosa que un delito de prevaricación cometido por omisión consciente, tal y como ha establecido la jurisprudencia del Tribunal Supremo. En definitiva, las pruebas contra los tres procesados, especialmente las que se refieren a los pagos de dinero público librados por los distintos departamentos de la Generalitat –algunos por importes superiores a los 800.000 euros– son contundentes. Cabría esperar que el ex presidente Mas, que tanto alardeó de su valor personal y de su compromiso a todo riesgo con el proceso secesionista de Cataluña, hubiera reconocido en sede judicial lo mismo que proclamaba públicamente, en lugar de acogerse a complejas interpretaciones jurídicas sobre el alcance del Código Penal. Por supuesto, como a cualquier otro ciudadano español, le ampara la presunción de inocencia y el derecho a no reconocerse culpable, pero casa mal con el discurso «heroico» de tantos años. La Generalitat, empeñada en el «proceso» –aunque con mucho cuidado de no dar un paso en falso que lleve al ámbito penal–, puede seguir propalando el infundio de la persecución política, pero no hay tal. Artur Mas y sus compañeras se encuentran, como otros muchos reos antes que ellos, afrontando un simple proceso penal.
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