Constitución

Cataluña ante un nuevo Brexit

La Razón
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Entre el proceso independentista catalán y el Brexit británico hay más que coincidencias. En ambos casos quieren recuperar una soberanía perdida, aseguran que dejando el territorio por el que se sienten perjudicados –España y la Unión Europea– alcanzarán exponencialmente el bienestar económico y social que le es robado y, por último, que no importa la verdad de los hechos y de las consecuencias contrastables –siempre son injustas para sus intereses–, sino la fe, la voluntad y el derecho inalienable a decidir. Lo primero es ganar el referéndum, sea como sea, y lo que pase después, ya se verá, aunque algo sabemos por la llamada Ley de Transitoriedad Jurídica. La verdadera batalla que se está librando en estos momentos en Cataluña es la de la verdad, que suele confundirse con la ideología. Los hechos son los hechos y lo que se piensa –incluso se sienta– no sólo no suele coincidir con los datos demostrables, sino que muchas veces es antagónico. Así que si el vicepresidente de la Generalitat, Oriol Junqueras, insiste en decir en un foro de empresarios de alto nivel –informados, por lo tanto– que Cataluña no dejaría la UE de declarar la independencia –nada menos que unilateral–, no se ajusta a la verdad y si, además, es consciente de ello, está mintiendo. La posición de la Comisión Europea es clara y ha sido reiterada desde que en 2004 una eurodiputada galesa planteó la pregunta: «Si un territorio de un Estado miembro deja de ser parte de este Estado porque ese territorio se convierte en un Estado independiente, los Tratados no pueden seguir aplicándose a esa parte del territorio». Junqueras, por lo tanto, miente. Y miente como lo hizo el líder de los nacionalistas del UKIP, Nigel Farage, cuando en la campaña a favor del Brexit dijo que el Reino Unidos pagaba a la UE 350 millones de libras semanales, aunque luego admitiese –ya ganado el referéndum– que eran 136 millones. Ayer, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, dijo en el mismo encuentro del Círculo de Economía, en Sitges, que, como el Brexit, la independencia de Cataluña «sería un trauma de consecuencias económicas terribles» y que supondría una pérdida del 30% del PIB, como ya ha advertido el ministro de Economía, Luis de Guindos. Rajoy ha ofrecido al presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, que acuda al Congreso y defienda su plan secesionista y de referéndum pactado o unilateral. En tanto que sede de la soberanía nacional, es el lugar donde debe presentarse un plan que afecta a todos los españoles por conculcar los principios básicos de la Constitución. Es decir, la soberanía nacional no es negociable y no tiene ningún sentido que Puigdemont insista en querer acordar con el Gobierno algo que está fuera la Carta Magna. En estos momentos, la solución al conflicto está en manos de los independentistas, pero todo hace pensar que dentro de este bloque hay una fuerte pugna entre los que quieren forzar las elecciones, como es el caso de ERC, ante la perspectiva de ganarlas, y el PDeCAT, que quiere alargar la legislatura hasta 2019 para evitar la debacle electoral que prevén todos los sondeos. El motor del independentismo se ahoga, necesita combustible y es necesario mantener la presión y forzar la confrontación más allá de la ley. Será de difícil digestión para el nacionalismo moderando –si todavía queda entre los votantes de la ex CDC– lo que hasta ahora se sabe de la Ley de Transitoriedad Jurídica, que no es más que una declaración de independencia. Por lo tanto, seguir reclamando un referéndum cuando está decidido que se va a producir la ruptura si lo aprueba el Parlament –y tiene mayoría para hacerlo– no es más que una coartada victimista.