Estados Unidos
Clinton no acaba con Tramp
Una de las grandes dudas que asaltan en la reñida campaña electoral norteamericana entre Hillary Clinton y Donald Trump es si el estilo de este último es sólo producto de su carácter impetuoso, irreflexivo y zafio o si responde a alguna estrategia previamente trazada que persigue un objetivo concreto. Desde que irrumpió en campaña y empezó a desplegar sus «argumentos» y a dejar claro que no iba a poner límites a su capacidad de injuriar y mentir, se habla de que Trump empieza a mostrar signos de descomposición que se verá obligado, tarde o temprano, a rectificar su estrategia de campaña y conformarse con hacer el papel de un candidato amoldable a los modos del tradicional aparato republicano. Ni cuando se preveía que iba a llegar ese momento de inflexión, se ha producido. La aparición de un demoledor vídeo de 2005 en el que Trump alardeaba de su machismo zafio y vejatorio parece no haber cambiado en nada sus planes, muy al contrario. En el debate del pasado domingo, vimos cómo contraatacó poniendo en el centro de la mesa la escabrosa vida sexual de Bill Clinton. Su primer éxito ha sido convertir la campaña en un «reality» denigrante para la política, ejercicio que él detesta y del que hace abiertamente campaña. El caso es que la campaña ha acabado jugándose en el terreno que el magnate neoyorquino ha querido, donde se siente más cómodo y le será más rentable. El segundo debate de San Luis no fue, como se vaticinaba, la muerte de su viaje a la Casa Blanca, ni la candidata demócrata pudo dar el golpe definitivo para llegar con holgura y tranquilidad al martes 8 de noviembre. La diferencia es de cuatro puntos a favor de la demócrata. ¿Qué ha pasado para que Hillary Clinton no acabe de hundir a Trump en sus propias miserias? Los sondeos que analizan el día a día de los candidatos dicen que el 74% de los republicanos sigue apoyándole, un nivel que explica que Trump cuente con apoyos más sólidos de lo que sus salidas de tono podrían augurar. Sin embargo, los analistas ponen el foco en el hecho de que hay un 13% de mujeres republicanas que confiesan no dejar de votarle. De cumplirse, la victoria de Clinton estaría asegurada. De ahí que, pese a esa pérdida de voto femenino, Trump persista en afianzar lo que sería el gran caladero que justificaría sus exabruptos: hombre, blanco y sin estudios universitarios. Las encuestas, de nuevo, dan alguna clave. Este perfil de votante se decanta abiertamente por Trump, con 40 puntos de diferencia respecto a Hillary. El voto de las clases medias blancas es históricamente del Partido Republicano, pero en este caso hay una necesidad latente de «volver a mandar». Por contra, el voto de la población negra e hispana se inclina claramente por los demócratas. Como se decía recientemente en un editorial de «The Economist», Trump ha inaugurado la «política de la posverdad»: cuando se puede mentir, no hay límites éticos y sólo se busca el beneficio inmediato de la injuria, el «miente, que algo queda». También en esto, ha roto las reglas del juego. El candidato republicano ha jugado con ideas que son tabú en la política norteamericana: no pagar impuestos, alardear de superioridad racial al denigrar a los emigrantes –negros y latinos– y jactarse del uso de su poder para abusar sexualmente. El «establishment» político, que Hillary Clinton representa como nadie, no acaba de entender cómo alguien que hace ostentación de su propia ignorancia en temas de gobierno puede seguir aspirando a dirigir la primera potencia mundial. Quizá ahí esté la respuesta: en el carácter antisistema de Trump. Este fuerte golpe de péndulo nos debe poner en alerta ante un populismo a escala mundial y la ruptura de todos los contratos sociales.
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