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Crisis económica
Del 20-N al 20-D: la incertidumbre económica es ahora política
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Hace cuatro años, los españoles acudieron a las urnas bajo el espectro de una crisis económica que apenas revelaba su feo rostro pero que iba a sacudir con violencia las mismas bases del Estado del Bienestar. Por ello, no es posible interpretar el desarrollo de la legislatura terminada ni abordar las claves de la campaña electoral que comienza sin tener a la vista esa realidad: que el día 21 de noviembre de 2011, ya certificado el triunfo por mayoría absoluta del Partido Popular, el diferencial de la deuda con respecto a la alemana era de 467 puntos; el interés que pagaba el Estado por el bono a diez años era del 6,57 por ciento; el déficit público era del -9,5 por ciento; el PIB decrecía a marchas forzadas, y, una vez más, como si fuera una maldición ineludible, la economía española volvía a ser esa máquina de destrucción de empleo que entra en funcionamiento con cada episodio de crisis. Mariano Rajoy recogía entonces el testigo del Gobierno socialista con 4.420.462 parados y en plena descomposición del tejido productivo. No es preciso insistir en lo comprometida que llegó a ser la situación nacional, puesto que la mayoría de los españoles la vivió en primera línea, pero sí en que España fue urgida a aceptar un rescate que comprometía nuestra soberanía. Ayer se hicieron públicos los últimos datos del empleo, –precisamente, el día que la prima de riesgo descendía por debajo de los cien puntos y el mercado rebajaba los intereses del bono a diez años al 1.484 por ciento– , que cifran el número de parados en 4.149.298, lo que supone más de un cuarto de millón de desempleados menos que al principio de la legislatura. Significa que se han recuperado 1.072.339 de los puestos de trabajo destruidos por la crisis, y aunque, ciertamente, queda mucho por hacer en el campo del mercado laboral, se debería reconocer que son datos esperanzadores, porque se sustentan no sólo en un cambio de tendencia coyuntural, sino en las nuevas bases estructurales, propiciadas por la política de reformas llevada a cabo durante la legislatura. Sin duda, son bazas que deberían ser suficientes para que Mariano Rajoy consiguiera una cómoda reelección, pero esta campaña electoral incorpora un factor novedoso con el surgimiento de dos formaciones políticas emergentes, novedad que no puede disociarse de las secuelas de la crisis. Salvando todas las distancias que se quieran, tanto Podemos como Ciudadanos alimentaron al principio sus expectativas en el caldo de cultivo de la situación económica y en las inevitables restricciones del gasto público, pero también en el descontento de un sector ciudadano que ha experimentado el escándalo de la corrupción y el desprestigio injusto, por generalizado, de la clase política. La consecuencia es un escenario políticamente fragmentado que, sin embargo, no debería ser forzosamente sinónimo de inestabilidad ni de regresión en el proceso de recuperación económica y social emprendido. Para ello, es preciso que los líderes de las nuevas formaciones, Albert Rivera y Pablo Iglesias, abandonen el fácil expediente del populismo y el recurso a unas promesas electorales que obvian la realidad. Bienvenidos sean los aires de renovación en la política española, pero sin olvidar que ni existen las fórmulas mágicas, ni es tiempo de revoluciones a la griega ni ha periclitado el espíritu de la obra mágna de los españoles: la Transición. El próximo 20 de diciembre se vota el Parlamento de la XIª Legislatura de la gran democracia española. Nada menos ni nada más.
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