El desafío independentista
Democracia, concordia y 155
Desgraciadamente, nos temíamos que el día después del 1-O la situación política en Cataluña no iba a mejorar. Muy al contrario. No entra en los planes de los dirigentes de la Generalitat, ni del oscuro comité de asesores de Carles Puigdemont –que han secuestrado a una institución de todos los catalanes para llevar a cabo un golpe contra la democracia española–, reconducir la situación a unos cauces respetuosos con la legalidad. Ese sería el principio sobre el que se debería abrir cualquier diálogo: respeto y cumplimiento del Estatuto y de la Constitución, las dos normas fundamentales que el Parlament abolió de un plumazo los pasados días 6 y 7 de septiembre. A partir de ahí, restablecido el orden público, el acoso a los que rechazan los planes de los independentistas y el abandono de la ocupación de la calle, es posible abrir un canal de diálogo. Diálogo que el Gobierno nunca ha rechazado si era sobre la base del cumplimiento de la Carta Magna, pero Puigdemont vuelve de nuevo a hacerlo imposible. Lo demostró al llevar hasta el límite el choque con la insurrección del pasado domingo y vuelve a hacerlo imposible con su amenaza de declarar unilateralmente la independencia «en unos días». Puede que ayer suavizara sus palabras, pero la gravedad de su comportamiento desde que está al frente del «proceso» lo invalida totalmente. Puigdemont es un peligro para la concordia civil en Cataluña y la democracia. El secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, reclamó ayer a Mariano Rajoy, tras su encuentro en La Moncloa, que abra «de forma inmediata» negociaciones con Puigdemont. Una intención loable, pero en estos momentos hay que exigir al presidente de la Generalitat que cumpla con la Ley. Sánchez debe cerrar filas sin fisuras. El bucle abierto por la deslealtad y desobediencia institucional nos impide creer en esas proclamas de diálogo cuando hoy se ha convocado una huelga general política con el apoyo de la Generalitat y la ANC insiste en declarar la independencia. La crisis abierta nos ha situado en un escenario inédito que nadie imaginaba, porque era impensable que un responsable político, nada menos que el representante del Estado en Cataluña, planteara la secesión abiertamente. ¿Deberá el Estado de Derecho, pues, defenderse con las armas que le son propias? Deberá hacerlo, como el domingo las fuerzas del orden hicieron cumplir, dentro de sus posibilidades, la legalidad. En este sentido, el Gobierno está legitimado para aplicar el artículo 155 si el Gobierno catalán declara la independencia. No hay más margen: en defensa del propio autogobierno catalán, esta norma se pondría en marcha si una Comunidad Autónoma «actuare de forma que atente gravemente al interés general de España». En definitiva, es un medio de control, de carácter excepcional, para que la autonomía desarrolle el trabajo que le corresponde y cumpla con su función, incluida la de convocar elecciones autonómicas. La situación requiere serenidad y tomar las decisiones correctas, pero también con toda la ley. Nos da la impresión de que no hay un diagnóstico correcto de los graves acontecimientos del domingo y que no queremos entender que se trata de una insurrección instigada desde la Generalitat. El debate que ayer abrió el PSOE a través de Patxi López es enormemente confuso porque es muy contradictorio que quien se opuso a la reforma del Constitucional diga ahora que es tarea del TC la inhabilitación de Puigdemont por incumplimiento de sus resoluciones. Ante todo, ahora es el momento de la unidad y de marcar unos objetivos claros entre las fuerzas constitucionalistas: cualquier diálogo debe partir del cumplimiento de la legalidad democrática.
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