Constitución
El éxito de la Constitución del 78
La Constitución española de 1978 cumple hoy 37 años. Sobre su estructura se han construido los años más libres y prósperos de nuestro país. La clave de este éxito es haber cumplido con la condición básica en todo proceso constituyente: alcanzar el máximo consenso. Los líderes políticos de la España del 78 entendieron que, de no salir adelante, estábamos condenados al mayor de los desastres. Ante aquella oportunidad histórica, los grupos políticos actuaron bajo el principio del bien común y no de los intereses partidistas. La malograda historia del constitucionalismo español se reconoce por redactar textos escorados ideológicamente a la izquierda o la derecha. La del 78, por contra, ha permitido que gobiernen tanto formaciones de izquierda como de derecha que, a su vez, representaban una amplia zona centrista y moderada, clave para nuestra estructura de partidos. La Constitución es patrimonio de todos y no debe ser utilizada para conquistas programáticas que busquen desintegrar precisamente los principios que la inspiraron. Algunas formaciones políticas han puesto encima de la mesa la necesidad de reformar el texto para blindar atribuciones territoriales planteadas por los grupos nacionalistas, creyendo que así el problema que han planteado –la independencia, en el caso de Cataluña– tendría una solución. Sería un remedio nefasto, porque supondría negar la esencia misma de la Carta Magna, basada en la igualdad entre territorios y ciudadanos. No puede plantearse ninguna enmienda ni desde la intransigencia independentista, ni desde el electoralismo de corto vuelo. Los hechos indican que, a lo largo de estos 37 años, UCD, PSOE y PP han podido gobernar, realizar reformas y afrontar crisis económicas complicadas sin tocar el texto. Es cierto que en septiembre de 2011, socialistas y populares acordaron reformar el artículo 135 para adaptarlo al Pacto de Estabilidad y Crecimiento por el que se limitaba el déficit público. Se trataba de una solución de urgencia en una situación en la que nuestra economía sufría un serio riesgo de quiebra e, incluso, de afectar al conjunto de la UE. La realizada en 1992 fue de otro calado y sirvió para asegurar el ejercicio del derecho de sufragio de los extranjeros en elecciones municipales. El desarrollo de la legislación española es lo suficientemente amplio como para aplicar los programas de los partidos constitucionalistas. Para plantear el debate de la reforma es necesaria una voluntad de consenso, algo que en esta coyuntura sufre una cierta debilidad, precisamente por haber situado la Constitución en el centro de una pelea claramente partidista provocada por un nacionalismo agónico e irresponsable. El derecho a decidir no cabe en nuestra Carta Magna ni en ninguna otra, y no es aceptable «blindar derechos». El PSOE, como fuerza que ha gobernado en diferentes momentos nuestro país, es pieza fundamental en cualquier reforma, por lo que es necesario que tenga una mayor claridad de ideas en sus propuestas. ¿Qué es el federalismo asimétrico, si no una forma de contentar al nacionalismo cuando sabemos, como ha quedado claro a lo largo del «proceso», que su objetivo es acabar con la propia Constitución? Las identidades territoriales ya están reconocidas en el propio texto, como la lengua o el Derecho Civil. Una reforma federal siguiendo el modelo alemán, por ejemplo, supondría un cambio político de tal envergadura (cambio del mapa territorial y desaparición de autonomías, cambiar los estatutos por constituciones...) que es inviable, sobre todo cuando el Estado autonómico ha creado una estructura de servicios válida aunque revisable. No nos engañemos, la reforma en sí de la Constitución no es ninguna solución; muy al contrario, es un problema. Lo importante es trabajar para mejorar el espíritu de concordia y abordar cualquier reforma cuando éste sea sólido.
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