Secuestro de periodistas
El periodista, objetivo a batir
La alegría y el alivio por la liberación de nuestro compañero Ángel Sastre y de los otros dos periodistas que fueron secuestrados con él en Siria, José Manuel López y Antonio Pampliega, no pueden hacernos olvidar que aún permanecen desaparecidos otros 23 periodistas en manos de los yihadistas del Estado Islámico y de Al Qaeda y que la mayoría de ellos están librados a su suerte porque carecen de la asistencia y apoyo que han tenido nuestros compatriotas por parte del Gobierno español. Un Ejecutivo que durante los diez largos meses de cautiverio ha movilizado sus medios diplomáticos y de información, en una labor callada y constante que ha dado sus frutos. Se trata, por otra parte, del mismo esfuerzo y dedicación que han desplegado las autoridades españolas en todos y cada uno de los casos en que uno de nuestros conciudadanos, ya fuera periodista, colaborador de una ONG o trabajador expatriado, se ha visto privado de la libertad por grupos terroristas en cualquier lugar del mundo pero, especialmente, en aquellas zonas de conflicto donde el islamismo radical intenta imponer su totalitarismo religioso. Siria e Irak, por supuesto, pero también Somalia, Yemen, Libia, Nigeria o Mali, se han convertido en zonas de extremo peligro para el ejercicio del periodismo independiente, ese que busca la verdad de los hechos, sin adscripción de bando y sin someterse a las directrices de la propaganda de los combatientes. El periodismo que intentaban llevar a cabo, pese al riesgo evidente, Ángel Sastre, José Manuel López y Antonio Pampliega, y otros muchos compañeros que, como ellos, también han sido víctimas de la atroz guerra declarada contra los medios de comunicación por parte de los yihadistas, en un intento de eliminar cualquier información que no responda a su estrategia del terror. Nunca como hasta ahora los periodistas se habían convertido en el principal enemigo a batir, hasta el punto de que, en un mundo donde la comunicación se ha hecho global, instantánea y accesible para todos, una parte de la humanidad se encuentra bajo un manto de oscuridad más impenetrable que en la Edad Media. Un manto a cuya sombra se cometen todo tipo de atrocidades contra el derecho de gentes. Y ello ha sido posible merced al ejercicio de un terror sistemático contra los periodistas, a los que se asesina o secuestra sin otro criterio que el de obtener la mayor utilidad bélica y hacer correr un riesgo temerario a quienes tienen el valor de intentar contar lo que sucede. Es la imposición del silencio que siempre precede al dominio de los liberticidas. Como sucedió en la ciudad iraquí de Mosul tras su toma por los terroristas del Estado Islámico, cuya primera providencia fue asesinar por decapitación a los 13 periodistas locales que no habían conseguido huir a tiempo, para hacer cumplir la amenaza yihadista que pesa sobre todos los que ejercemos esta profesión: «Aquellos que luchan contra el islam con la pluma, deben morir por la espada». No importa dónde, en las plazas de Al Raqa, en las calles de Alepo o en la redacción de la rue Nicolas Appert de París. Y aun así, muchos periodistas se seguirán jugando la vida o la libertad por defender el derecho que asiste a todos los ciudadanos a recibir una información libre y veraz, a conocer lo que sucede y a poder denunciar, cuando es preciso, los abusos de los poderosos. Porque mientras sea posible iluminar las sombras, los totalitarismos, que siempre buscan la sumisión de las conciencias, no conseguirán triunfar.
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