Elecciones en Francia
La descomposición del socialismo
Al menos 27 diputados socialistas se han pasado al flamante movimiento de Emmanuel Macron –la República En Marcha– y competirán por él en las próximas elecciones legislativas de junio. Tanto cunde el desaliento entre las filas del PSF, que su último líder, Benoit Hamon, estrepitosamente derrotado en los comicios presidenciales, insinúa que prepara unas nuevas siglas y un programa más radical que pueda competir con la «nueva» izquierda insumisa de Jean Luc Mélenchon. Y, por si estos anuncios no bastaran para dar por desahuciado al viejo Partido Socialista galo, el ex primer ministro, Manuel Valls, que ha sido rechazado por el comité de listas de Macron, aspira a impulsar un nuevo grupo político en el ámbito del centroizquierda, después de haber dado por muerto a su antiguo partido. Esta descomposición del socialismo francés, acelerada tras unas primarias en las que se impuso la voluntad de los militantes más radicales –que prefirieron a Hamon sobre Manuel Valls–, ni es un fenómeno reciente ni responde a causas exclusivas. En Reino Unido, sin ir más lejos, la deriva extremista del líder laborista, Jeremy Corbyn, con un programa fiscal confiscatorio, corre el riesgo de provocar una rebelión interna en el partido, en el que un centenar de diputados ya han expresado su intención de fundar otra formación con un carácter más centrista. Conocidas son, por supuesto, las tribulaciones de los partidos socialdemócratas de Alemania y Holanda, y la desintegración de sus homólogos en Italia y Grecia, como para no concluir que la ideología que fue preponderante en toda Europa se bate en retirada, presa de sus anacronismos obsesivos, e incapaz de aportar un modelo de gobierno y de organización en la era de la globalización y de las economías abiertas de la unión monetaria. Pero, sin duda, el problema más grave es que, acuciados por la eclosión populista que ha traído la última crisis financiera, los partidos socialistas han tratado de imitar el tono y los mensajes demagógicos de los grupos antisistema, alejándose de los sectores sociales más formados y urbanos, que son cada vez más refractarios a las simplezas políticas y a las obsesiones maniqueas. Que en España, por ejemplo, el PSOE haya vuelto a recurrir al antifranquismo como eje argumental refuerza la apreciación de la fuga de la realidad en la que se desenvuelve su estrategia. Podríamos equivocarnos, sin embargo, si consideráramos que el socialismo español está abocado a seguir el mismo destino que la mayoría de sus homólogos europeos. No sólo porque al PSOE le avala su trayectoria en la consolidación de la democracia española, su vocación de alternativa de gobierno y su sentido de Estado, sino porque se ha mantenido como el principal partido de la izquierda, pese al desconcierto social provocado por la crisis y al acoso de una izquierda radical que pretendía sobrepasarle al calor de las dificultades que atravesaba la Nación. Pero, igualmente, el PSOE no puede cometer los mismos errores que han llevado a la irrelevancia al resto de la socialdemocracia y que se apuntan, de nuevo, en las propuestas de Pedro Sánchez. De hecho, cuanto más se ha alejado de las posiciones moderadas que eran parte fundamental de sus señas de identidad, cuanto más se ha dejado tentar por el discurso populista del catastrofismo y cuanto más ambiguo se ha mostrado, por simple cálculo electoral, ante la agresión nacionalista, peor respuesta electoral ha recibido. El PSOE, ciertamente, está en la difícil encrucijada que tanto ha dañado a la socialdemocracia europea. Necesita recuperar su conexión con una sociedad que ha evolucionado y que ya no confía en un discurso vaciado de realidad, pero, sobre todo, precisa mantener su unidad.
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