Gobierno de España

No escupan sobre el Congreso

El Congreso de los Diputados vivió ayer una sesión penosa con signos preocupantes de degeneración de la vida parlamentaria. No se ha visto nada igual en los más de cuarenta años de democracia, ni siquiera cuando se acuñó el término de «crispación» en el final de la quinta legislatura (1993-1996), con un cambio de ciclo político marcado por la salida del gobierno del PSOE (Felipe González) y la llegada del PP (José María Aznar), con debates tensos y duros, pero siempre manteniendo las formas parlamentarias, el respeto al adversario y nunca ocultar la torpeza dialéctica tras el insulto. La inteligencia es una cualidad que no está al alcance de todos los políticos. Ayer, el diputado de ERC Gabriel Rufián volvió a protagonizar un nuevo espectáculo indigno de un parlamento, algo a lo que nos tiene acostumbrados y que, incomprensiblemente, se le consiente con demasiada frecuencia. Desconocemos en estricto sentido psicológico qué es lo que le mueve a este diputado a llevar a tan bajos niveles la sede la soberanía nacional, pero sí las consecuencias políticas: la deslegitimación de la democracia española y del llamado «régimen del 78». No hay otro objetivo, aunque éste suponga la descomposición del sistema y abrir la brecha por la que el populismo y su aliado nacionalista desarrollan su discurso de manipulación, maniqueísmo y mentira. Comprendemos que a ERC y otros radicales independentistas no les interese el trabajo legislativo del Congreso –en algunos casos es tan escaso que deberían devolver el sueldo– y que en nada favorece sus intereses particularistas o disolventes de la unidad territorial, pero lo más coherente sería que renunciaran a sus escaños, altavoz privilegiado para sus soflamas. Cualquier reforma del sistema electoral no debería olvidar que con menos de un millón de votos (629.000 en el caso de ERC) pueden paralizar la vida parlamentaria. Pero, no nos engañemos, si el Parlament de Cataluña está cerrado, con más razón iba a estar el de la nación. En la sesión de ayer pudo verse con claridad como el que fue víctima del escarnio y el insulto, el ministro Borrell –que fue tildado como «el más indigno de la democracia»–, acabó siendo acusado de ser el responsable de lo sucedido. El instigador del tal atropello, Rufián y sus compañeros, pasaron a ser las víctimas. Es una vieja estrategia que el «procés» ha actualizado y que recientemente ha quedado expresada por una frase de Churchill, puede que apócrifa: «Los fascistas del futuro se llamarán a sí mismos antifacistas». Lo realmente alarmante es la situación de aislamiento en la que quedó Borrell, que, en vez de contar con el apoyo cerrado de Pedro Sánchez, tuvo que oír por parte de ERC que estaba mintiendo cuando acusó a un diputado de este partido de haberle escupido. El presidente del Gobierno se limitó a decir que «todos tenemos culpa». Aunque, para ser justos, unos más que otros. Que el presidente no pueda defender a su ministro de Exteriores es el ejemplo de la debilidad misma de un Gobierno que depende de un partido como ERC que ayer envileció de nuevo las Cortes. Para Sánchez es más cómodo y rentable en su estrategia de supervivencia señalar al PP como causante de los vivido ayer con la frase: «Yo mismo he sido objeto de palabras gruesas y graves insultos hace pocas semanas». Estaba acusando a Casado, cómo no, aunque ayer se trataba de defender a Borrell y acusar a un grupo de diputados que son un verdadero peligro para la paz política. Para cualquier gobierno que haya conseguido la mayoría de manera honorable –renunciando a los votos de aquellos que quieren acabar con la Constitución y la unidad de España–, ayer se podría dar por terminada la legislatura. En todo caso, tras la crisis del CGPJ, el régimen del 78 no se merecía ver como otro de sus poderes, el Legislativo, era pisoteado.