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Nunca hubo intención de negociar

La Razón
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Hay sobradas razones para que el presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, rechace formar un Gabinete de coalición con Unidas Podemos. Algunas de ellas ya las expuso el propio candidato socialista en su sesión de investidura fracasada y, otras, tienen mucho que ver con la desconfianza mutua, incluso, de carácter personal, de quienes estarían llamados a gestionar los intereses de España en un escenario que se presume difícil y bronco, con la crisis de Cataluña aún no resuelta y a la espera de la reacción separatista a la sentencia del Tribunal Supremo; con las consecuencias del Brexit, que afectará inevitablemente a nuestra balanza comercial, y con la amenaza de que el mundo pueda entrar en una nueva recesión. Plantear que un partido con la ideología radical de izquierdas y una praxis populista acendrada, como el que lidera Pablo Iglesias, puede ser un socio confiable cuando haya que enfrentarse a la impopularidad de la contención del gasto público y a un mercado de trabajo decreciente, no deja de ser un acto de mero voluntarismo. De ahí que quepa aventurar que la repetición de las elecciones siempre estuvo en la mente de Pedro Sánchez, al menos desde su fracaso de julio, y que los ciudadanos sólo hemos servido de comparsa de una estrategia electoral destinada a hacer responsable al resto de los partidos, mediante un relato construido ex profeso, de las culpas propias. Pero no es así. La responsabilidad de buscar los apoyos necesarios para la investidura competía exclusivamente al candidato socialista y es a él a quien se debe imputar el fiasco. Ni Pablo Iglesias tiene mayor responsabilidad, puesto que estaba en su perfecto derecho a la hora de exigir contrapartidas al valor de sus apoyos, ni tampoco Pablo Casado puede ser interpelado, al menos, desde el momento en que se le planteó una abstención gratuita, mientras el PSOE llevaba a cabo una política de pactos anti-PP a lo largo y ancho del territorio nacional, sin siquiera detenerse ante los proetarras de Bildu. Incluso si admitimos alguna crítica a la actitud frontal, solo explicable en una clave ad hominen, de Albert Rivera, esta se enerva ante la realidad de que Sánchez nunca puso sobre la mesa la posibilidad de un acuerdo de Gobierno con Ciudadanos ni cualquier otra oferta de colaboración, por remota que fuera. Por último, si la pasividad demostrada por el presidente del Gobierno en funciones a lo largo del verano, pasmosa para alguien que mantenía su voluntad de ser investido, no fuera indicio suficiente de una decisión ya tomada, el fracaso de las rondas negociadoras con Podemos, verdadera profecía autocumplida por parte del equipo socialista, debería despejar cualquier duda que pueda quedar en la opinión pública. Llegados a este punto, no creemos que la sociedad española en su conjunto, que no quería una nueva llamada a las urnas, vaya a compartir de buen grado el relato socialista. Es más, Pedro Sánchez no debería seguir alentando la ceremonia de la confusión, que ya no conduce a nada, y es dado exigirle que haga pública sin más retrasos la convocatoria electoral. Porque, tal y como se ha conducido a lo largo del proceso, con inéditos vetos personales sobre quienes estaban llamados a ser socios de legislatura, en el remoto caso de que Podemos, confrontado al riesgo cierto de una caída en votos, se prestara a conceder un apoyo sin contrapartidas, Pedro Sánchez volvería a la misma situación de debilidad parlamentaria que le impidió aprobar los Presupuestos Generales, le obligó a disolver el Parlamento y a convocar las elecciones de abril. El PSOE, pese a las alharacas de una propaganda que opera fuera de la realidad, tuvo un resultado electoral muy corto. Demasiado como para imponer condiciones unilaterales al resto del Hemiciclo.