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El desafío independentista

Otro año perdido en Cataluña

El próximo viernes se cumple un año de la celebración de las últimas elecciones autonómicas catalanas, que si bien dieron la victoria, estéril, al partido Ciudadanos, permitieron que las mismas formaciones nacionalistas que habían impulsado el golpe anticonstitucional de octubre retuvieran el Gobierno de la Generalitat. En estos doce meses, la situación política, económica y social de Cataluña no ha hecho más que deteriorarse, empujada por la ausencia de gestión pública del Gobern, los efectos agravados de la desaceleración de la economía y el incremento de una violencia callejera de impronta separatista, que puede hacer crisis, precisamente, el viernes, con motivo de la celebración del Consejo de Ministros en Barcelona. Podríamos extendernos en la descripción de los hechos que conforman esta realidad, pero lo cierto es que la mayor parte de los españoles son plenamente conscientes de lo que denunciamos y si hasta ahora asistían perplejos al inútil ritual del diálogo de sordos propuesto por el Gobierno de Pedro Sánchez, el resultado de las elecciones en Andalucía, donde han caído los partidos de la izquierda que más ambiguos se muestran frente al desafío nacionalista catalán, demuestra que la sociedad española demanda una rectificación de la actual política apaciguadora y exige, simplemente, que se restablezca en Cataluña el respeto al ordenamiento constitucional. Sin embargo, y ayer mismo tuvimos otro ejemplo, desde el actual Ejecutivo socialista se insiste en procurar un acercamiento con un personaje como Quim Torra, trasunto del fugado Carles Puigdemont, cuyos principales objetivos son, por este orden, la nulidad de las actuaciones judiciales contra los políticos implicados en el golpe separatista, la articulación de una mayoría alternativa a ERC, que mantenga a Puigdemont como muñidor inexcusable en cualquier acuerdo, y el mantenimiento de la tensión social, tanto callejera como en las instituciones, sin la cual los dos primeros objetivos se aparecen como imposibles. Las consecuencias últimas de esta estrategia, más aún tras haber traído al imaginario público la referencia a las guerras de los Balcanes, pueden ser muy peligrosas en orden a la convivencia ciudadana y exigirían del Gobierno de la nación la adopción de medidas adecuadas a la gravedad de la amenaza. Cabe, como ha demandado el presidente del Partido Popular, Pablo Casado, el recurso a la ley de partidos y asociaciones para ilegalizar a grupos, como los CDR, que propugnan la desobediencia a las leyes y proclaman paladinamente la vía de la insurrección contra los poderes del Estado, o, también, la reinstauración del artículo 155 de la Constitución, opción que cada vez tiene más apoyos políticos, incluso, entre sectores del PSOE. Pero, en cualquier caso, no es posible mantener la actual situación de inoperancia, que tolera, entre otras actuaciones, la coacción ideológica en el espacio público y la distorsión de la vida ciudadana sin que los responsables tengan el menor reproche penal. Que la Policía autonómica catalana se encuentra sumida en una pasmosa crisis de autoridad, deslegitimada por los mismos dirigentes políticos a su mando y bajo la sospecha de deslealtad hacía sus obligaciones para con todos los ciudadanos de Cataluña es de una gravedad tan extraordinaria que merecería una actuación firme del Gobierno, para la que existen sobrados instrumentos en la Ley de Cuerpos y Fuerzas de Seguridad. La realidad, por más ingrata que nos parezca, es que los ofrecimientos de diálogo y la búsqueda del acuerdo se estrellan irremediablemente contra las exigencias imposibles de los separatistas, pero, también, contra su voluntad de ruptura del orden constitucional. Y, mientras, Cataluña sufre el deterioro de sus servicios y de su bienestar.

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