Córdoba
Polémica malintencionada
Desde hace casi ocho siglos, la Iglesia ha mantenido la posesión pacífica e ininterrumpida de la Catedral de Córdoba, cumpliendo con creces el plazo de treinta años que exige nuestro Código Civil para reconocer la titularidad de un bien. No había, pues, lugar a la polémica legal suscitada por un ciudadano particular en torno a la propiedad del templo, como tampoco el menor argumento histórico para negar sus derechos al cabildo cordobés. Tal es así, que el 19 de diciembre de 1991, con motivo de la firma de un convenio de colaboración entre la Junta de Andalucía y el cabildo catedralicio, se reconocía a este último como titular del monumento, atribuyéndole –entre otras cuestiones– la responsabilidad de todos los gastos de mantenimiento y custodia de la Catedral y antigua mezquita. Los documentos que hoy publica LA RAZÓN son determinantes a estos efectos. Sin entrar en otras actuaciones jurisdiccionales y de derecho positivo –como la inmatriculación del templo por parte de la Iglesia en 1996, sin que el Gobierno socialista de la época pusiera el menor inconveniente– suscitadas a lo largo de los siglos, es evidente que desde la Junta de Andalucía se atribuía la titularidad del monumento a sus propietarios de siempre sin la menor prevención. Cabría, entonces, preguntarse a qué razones obedece que el PSOE, que gobierna desde hace treinta y dos años la Junta de Andalucía, haya abanderado ahora una campaña que persigue, lisa y llanamente, la expropiación de la Catedral de Córdoba a la Iglesia, orillando sus propios hechos administrativos y la realidad incuestionable de que el monumento, declarado Patrimonio de la Humanidad, no sólo se encuentra en un estado de conservación excelente, sino que cumple todos los criterios de libre acceso reclamados por la Junta. Criterios de accesibilidad y mantenimiento que el actual Gobierno de Susana Díaz haría bien en extender al patrimonio histórico artístico del que es titular. Así que descartando, por absurdo, que se trate de un caso de incompetencia de la Junta –que se revelaría incapaz de hacer algo tan simple como cotejar sus archivos–, no queda más explicación que la de que asistimos a una maniobra política que, por muy pueril que pueda parecer, busca en el ataque a la Iglesia la distracción de los graves asuntos de corrupción que cercan al PSOE andaluz. El asunto no tiene mayor trascendencia porque, aunque una parte de la izquierda española no consiga desprenderse de sus viejos resabios anticlericales, de trágica memoria, la inmensa mayoría de la ciudadanía vive con absoluta normalidad el hecho religioso. Tiene, además, el PSOE experiencia acumulada del poco rédito electoral que ha obtenido de este tipo de ataques gratuitos a la Iglesia y a la fe de muchos españoles.
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