Empleo

Poner coto al absentismo laboral

El ejercicio de 2018 se cerró con un incremento del 12,70 por ciento de las bajas por Incapacidad Temporal, mientras que el porcentaje de la población trabajadora protegida sólo aumentó en un 3,40 por ciento. Hablamos, por supuesto, de un retorno a cifras muy elevadas de absentismo laboral, que no pueden ser exclusivamente atribuidas a un deterioro general de la salud de los españoles ni, tampoco, a una mala voluntad de quienes, supuestamente, utilizarían el sistema de protección sanitario en beneficio propio. Pero, es cierto que las cifras vuelven a los niveles de antes de la crisis, incluso contando con los incrementos de la población, y que su coste social es astronómico. Según el exhaustivo informe de la Asociación de Mutuas de Accidentes de Trabajo (AMAT) los 5.212.692 procesos de incapacidad temporal registrados el año pasado supusieron unas pérdidas globales de más de 85.000 millones de euros para el conjunto de la economía española, con un coste directo para las empresas de 6.900 millones. Es evidente que el sistema de control de las bajas no funciona como es debido, en buena parte por el exceso de carga burocrática de los servicios Públicos de Salud, que fomentan, por supuesto, involuntariamente el llamado «absentismo estructural» y que generan al mismo tiempo campos de oportunidad para aquellos individuos que se simulan enfermos. En estas cuestiones conviene dejar muy claro que nadie trata de restringir los derechos de los trabajadores, mucho menos en lo que se refiere a su estado de salud, pero, también, en no caer en angelismos que, al final, se pagan con el dinero de todos y con las cuotas sociales de empresarios y trabajadores. Ciertamente, puede ser que la notable reducción de las bajas por incapacidad temporal registradas en los peores momentos de la crisis económica se debieran al miedo de los trabajadores a perder el empleo, con el resultado indeseado de que algunas personas acudieran a su puestos de trabajo en condiciones inadecuadas de salud, pero, también, que es un fenómeno recurrente, que se replica con exactitud en cada ciclo económico. Pero, en definitiva, que el origen de este problema tenga una multiplicidad de causas no significa que haya que renunciar a combatirlo. La pérdida de competitividad que supone, la distorsión en las estructuras internas de las propias empresas y la sobrecarga administrativa que debe soportar el sistema público de salud merecerían de nuestros representantes políticos una visión amplia, despojada de maximalismos ideológicos y que sea capaz de corregir las disfunciones que presentan la legislación actual y unos mecanismos laxos con las bajas temporales y extremadamente estrictos con las incapacidades permanentes. Proponen las mutuas, y no carecen de razones, que puedan ser habilitadas para determinar un alta médica, al menos, en casos de patologías traumatológicas, como ya vienen haciendo cuando se trata de accidentes laborales o de enfermedades de carácter profesional. La última palabra, naturalmente, la tendrían los servicios públicos de inspección, como ya ocurre actualmente, y, dicho sea de paso, con una escasísima litigiosidad. También, que las mutuas pudieran prestar asistencia sanitaria simplemente con el acuerdo del trabajador, sin necesidad de la autorización del Servicio Público de Salud. Sin entrar en la idoneidad de estas propuestas, cuya adopción estaría siempre condicionadas al mejor interés de los ciudadanos, hay que insistir en que la gravedad del problema no admite espera. Que el 5,8 por ciento de los trabajadores censados, ya sea por cuenta propia o ajena, es decir, más de un millón de personas, no acudiera durante todo el año 2018 un solo día a su puesto de trabajo da una idea muy plástica de lo que decimos.