Crisis migratoria en Europa
Por un acuerdo de Estado migratorio
Los españoles tienen derecho a que sus gobernantes y representantes políticos abandonen la demagogia y el ventajismo partidistas, al menos, en un asunto tan complejo, sensible e impredecible como es el del fenómeno migratorio, que presiona sobre aquellos países considerados «ricos», pero cuyos mayores atractivos para los inmigrantes estriban, precisamente, en su estabilidad, seguridad jurídica y respeto a los derechos individuales. España, es cierto, está asistiendo a un repunte de la ola emigratoria irregular, cuya explicación no admite reduccionismos, mucho menos, las acusaciones cruzadas o las banalidades buenistas al uso. Así, la agencia europea para el control de fronteras, Frontex, ya había advertido a principios de 2018 del incremento de los flujos de inmigración hacia España. Si en 2016, se habían registrado 10.231 llegadas a nuestras costas; en 2017 le cifra se elevó a 22.880. El director ejecutivo de Frontex, Fabrice Leggery, atribuía la reactivación de la ruta migratoria del Mediterráneo Occidental al repunte de la crisis en los países del oeste africano –especialmente en Senegal, con la caída de su sector pesquero; Sierre Leona, Liberia y Guinea Conakri, en parte debido a los efectos de la epidemia de ébola– y a la mayor incidencia de argelinos y tunecinos. Leggery, asimismo, daba cuenta de la buena actuación de las autoridades españolas y de la excelente colaboración con las Fuerzas de Seguridad del Estado. Es decir, tiene razón el Gobierno socialista cuando señala que el incremento de la emigración irregular ya era un hecho. No la tiene, sin embargo, cuando rechaza que la operación de marketing humanitarista del «Aquarius», televisada en directo y con ministros y representantes autonómicos exhibiendo músculo solidario en primera línea de cámaras, más el anuncio de la retirada de las concertinas en Ceuta y Melilla, no ha tenido un efecto llamada. La realidad es que, a partir de mediados de junio, comienza a detectarse un desvío de la ruta de Libia hacia España, que, a 26 de julio, hacía que el número de inmigrantes atendidos en nuestras costas, 20.992, fuera casi igual al de todo el año pasado, con previsión, dada la actitud cerrada del nuevo Gobierno italiano, de que sigan aumentando, al menos, mientras se mantengan las buenas condiciones meteorológicas. A este respecto, se excusaba ayer el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, en la obviedad de que nos enfrentamos a un fenómeno de dimensiones mundiales que debe ser afrontado por el conjunto de la Unión Europea, lo que, sin duda es cierto, aunque, primero, convendría que las instituciones españolas en su conjunto, desde el Gobierno a la oposición, llegaran a idéntica conclusión: que se trata de un asunto que sólo puede afrontarse desde una política de Estado y, por lo tanto, desde el acuerdo parlamentario de las distintas fuerzas políticas, como ya se hizo con el terrorismo. Sobran, pues, las giras electorales, las acusaciones gratuitas, el señalamiento ideológico y, en definitiva, las excusas de mal pagador. No se puede exigir a Bruselas una actuación que no tenga en cuenta los intereses nacionales de los distintos socios, si no somos capaces de hacer lo mismo, por encima de los intereses partidistas. Ciertamente, España no puede hacer frente en solitario al fenómeno migratorio, pero sí puede, desde el análisis, la información de inteligencia y la colaboración con los países fronterizos, establecer una estrategia que permita ordenar los flujos migratorios, identificar a los inmigrantes que llegan y atender sus necesidades básicas.
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