El desafío independentista
Punto final al «proceso»
La secuencia de acontecimientos sucedidos desde la declaración unilateral de independencia (DUI) realizada el pasado 27 de octubre ha sido vertiginosa, al punto de que en estos momentos la posición del independentismo es irreconocible. Incluso hay serias dudas sobre sus dogmas fundamentales. ¿Declararon o no la independencia? ¿Era ésta viable o no lo era? ¿Están o no dispuestos sus líderes a aceptar el orden constitucional para evitar las consecuencias? De aquella taciturna aprobación, por 70 votos secretos, que declaraba la independencia y abría un proceso constituyente hacia la República catalana, ahora no queda nada: el nuevo Estado no fraguó, la calle le dio la espalda y ni siquiera se le concedió la posibilidad de lo verosímil, y sus dirigentes –encarcelados preventivamente por graves delitos y huido el ex presidente de la Generalitat–, ya se han desdicho de lo aprobado y otros esperan hacerlo ante la justicia en cuanto puedan. La presidenta del Parlament, la ultranacionalista Carme Forcadell, uno de los productos más nefastos de este proceso, por sectaria e instigadora de la pérdida de los derechos de la oposición, ha reconocido el orden constitucional y la aplicación del 155. Tras la declaración de independencia –que ahora, en su defensa, sólo admiten como simbólica– y la negativa a convocar elecciones, Mariano Rajoy anunció la intervención de las instituciones de autogobierno y la convocatoria de elecciones, una decisión con la que se daba una salida política a una situación que parecía estar abocada a dar vueltas en un círculo reactivo de victimismo y provocación que tan bien maneja el nacionalismo. Tras la querella de la Fiscalía y su admisión por la Audiencia Naciional y el Tribunal Supremo, se ha producido una implosión del independentismo, que estaba preparado para seguir la «movilización permanente» hasta dejar rendido al Estado, pero no para afrontar las consecuencias de este desafío. También en esto han mentido. Es lo que separa el deseo de la realidad. Ahora es un movimiento en descomposición, sin objetivos ni estrategia, al que sólo le quedan las consignas recicladas de siempre y el fervor de la calle, algo en descenso; por contra, su aislamiento político y social, por más que manejen a su gusto la protesta, ha despertado su versión más fanática y manipuladora (tal es la exageración propagandística que aspiró a que la UE le comprase el mensaje de que España era una dictadura) y con unos dirigentes que han decidido salvarse cada uno por su cuenta, ante la Justicia y también políticamente. El PDeCAT –ya ni se sabe en manos de quién– ha fracasado en su intención de reeditar la coalición Junt pel Sí, que ha resultado ser un aparato político insensato, y poder maquillar, de nuevo, su calamitosa situación, falsificándola todavía más con una llamada «lista de país». Hasta Mas ha tenido que viajar a Bruselas para convencer a Puigdemont de que no entorpezca una candidatura en la que él no debe ser el número uno. Por su parte, ERC, por fin, no oculta la única intención que le ha movido en esta aventura: conseguir la presidencia de la Generalitat en las condiciones que sea. Si algo tiene de positivo el «proceso» es la verdad de los hechos, y es que puede acabar con la hegemonía nacionalista entendida como la patrimonialización de la vida pública y la puesta a su servicio de todas las instituciones para el único objetivo de la independencia. Ha quedado claro el error que ha supuesto emprender un plan de ruptura con España sin contar con la mayoría social, destruyendo su cohesión, arrasando la Generalitat y poniendo en serio riesgo la economía. Pasará factura. Pocos se creen ya la existencia de un «sol poble». Ha terminado la edad de la inocencia.
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