España
Rajoy representa la estabilidad
En las elecciones generales del 20 de noviembre de 2011, el Partido Popular consiguió la mayoría absoluta con casi once millones de votos. Nunca un partido político había recibido un apoyo tan rotundo. Interpretar aquellos resultados nos llevaría a centrarnos en la situación económica por la que atravesaba España y que se resume en que estábamos al borde de la quiebra. Desde que el PSOE recuperase el Gobierno en 2004 hasta que perdió las elecciones de 2011 los datos son reveladores: el paro (del 11,4% al 20,9%), el crecimiento del PIB (del 3,3% al -0,1%) y el aumento del déficit público (del 0,4% al 9,2%). Por lo tanto, podemos afirmar sin margen de error que el electorado votó al PP para que gestionara la crisis económica. Ésta ha sido la tarea principal del Gobierno en estos cuatro años de mandato. Los datos están ahí y no deberían perderse de vista: pocos partidos han desarrollado una política reformista tan activa como la de los populares. Si bien los objetivos marcados no se habrán alcanzado plenamente mientras el paro se mantenga en las cotas actuales (21,18%) –afortunadamente, el exceso de vanidad no está entre los atributos de Rajoy–, la destrucción de puestos de trabajo se ha frenado y los índices generales de nuestra economía muestran signos de crecimiento, como así lo han reconocido todos los organismos internacionales. Un solo ejemplo que demuestra la solvencia de nuestra economía: del «verano negro» de 2012, en el que la prima de riesgo se situó en 616 puntos, hemos pasado a los 113 de ayer. Lo importante de las políticas reformistas del Gobierno es que han puesto las bases del crecimiento. A pesar de la oposición, y de manera especial la socialista, la conflictividad social ha sido menor que la que auguraban muchos oportunistas de izquierda, lo que no ha menoscabado ningún derecho, sino la constatación de que no había otra alternativa, de que la reforma laboral y las políticas de ajustes eran necesarias y de que, además, se han hecho con moderación y sin perjudicar los servicios públicos básicos. Pero, no nos engañemos, gobernar durante una crisis económica tan profunda supone un desgaste electoral. La cuestión que esta legislatura ha planteado –y que hemos podido confirmar a lo largo de la campaña electoral– es que son necesarias políticas homologables en el concierto europeo, alejadas de planteamientos trasnochados y sobrados de ideología. La experiencia más cercana la tuvimos con el segundo rescate griego y la aceptación de los izquierdistas de Syriza del programa de ajustes de la Unión Europea después de una gestualización populista a la que tan alegremente acompañó Podemos, ahora metamorfoseado no se sabe en qué con tal de alcanzar su cuota de poder. Como decíamos, estos cuatro años nos han enseñado que se está imponiendo una manera de hacer política basada en eslóganes, en la telegenia y en un saber estar en las coordenadas políticas que convengan (hoy, extrema izquierda; mañana, centro; en un futuro, quién sabe), siempre y cuando no reste votos. España necesita un Gobierno fuerte que asegure la estabilidad y el crecimiento económico, por lo que no viene a cuento empezar poniendo condiciones a un futuro Ejecutivo. No todos los partidos están dispuestos a gobernar a cualquier precio. Albert Rivera está en su derecho de elucubrar con una posible abstención y desentenderse de votar al PP o, llegado el caso, al PSOE. Lo primero que demuestra es una preocupante falta de experiencia. La situación es otra y requiere compromiso y responsabilidad: llegado el caso de que el Partido Popular necesite los votos de Ciudadanos porque no alcance la mayoría suficiente, ¿qué hará Rivera? Ésa es la cuestión. La abstención es mirar para otro lado. ¿Aceptaría Rivera un Gobierno de izquierdas entre PSOE y Podemos? De ahí que volvamos, muy a pesar de la gramática de los partidos emergentes, a reclamar un voto útil que asegure la estabilidad. El Partido Popular ha dado suficientes pruebas a lo largo de la pasada legislatura de que es un partido serio y con auténtica vocación de Estado, virtudes que solamente se pueden llevar a cabo cuando la oposición da la talla y colabora en misiones de altura. Con estos mimbres se tendrá que forjar la segunda fuerza política en España, a la que corresponderá liderar la oposición parlamentaria. Es lógico, por lo tanto, que esta XI Legislatura sea más inestable, no porque irrumpan dos nuevas formaciones con peso específico, sino porque se impondrá una política de pactos mucho más tacticista. Además, hay que tener en cuenta la situación que atraviesa el PSOE, un partido histórico de gobierno que ha acumulado grandes cuotas de poder en todo el territorio español, que ahora vive una clara desorientación política –acrecentada por la marcha de Alfredo Pérez Rubalcaba– y que queda claramente representada por flirtear con un pacto con el partido de Pablo Iglesias, una formación de extrema izquierda, bolivarista, aunque ahora vestida de inocua socialdemocracia. Nos reafirmamos en que Mariano Rajoy es quien puede asegurar la moderación, la tolerancia, el rigor y el compromiso con la recuperación económica de España.
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