Gobierno de España
Sánchez es el problema
El fracaso de la investidura de Pedro Sánchez dejó claro que no disponía de la mayoría que le anunció al Rey en la ronda de consultas. Esperemos que la próxima se ciña a la realidad de los votos con los que cuenta. Que con 123 diputados –el candidato con menos diputados que ha optado a La Moncloa– está abocado a la inestabilidad si se iba a apoyar en Pablo Iglesias. Era su socio principal, como había anunciado la misma noche del 28 de abril, pero en setenta días ha sido incapaz de cerrar un programa de gobierno y unas condiciones mínimas para recibir el apoyo en la investidura. Las sesiones del 22 y 23 de julio y la votación del 25 –con momentos del mejor esperpento valleinclanesco–, ofreció al país una imagen muy poco edificante de una clase política –especialmente la nueva– dispuesta a alargar el bloqueo si no se cumplían sus aspiraciones ministeriales. Y ahí acabó la cosa. Donde era un Gobierno de cooperación, pasó a ser de responsabilidades compartidas; de Gobierno de coalición, pero sin Pablo Iglesias, se convirtió en una vicepresidencia y tres ministerios. Ahora se habla de la «fórmula portuguesa», es decir, apoyo parlamentario. Esta estrategia fallida hay que atribuírsela exclusivamente a Sánchez, por lo que su candidatura ha quedado devaluada y, de ser la solución, se ha acabado convirtiendo en el problema. Con esos bandazos es realmente difícil tener un proyecto de país, en lo económico, en los social y en la organización territorial. La propuesta del PP de que Sánchez debería dejar paso a otro candidato también del PSOE sería una solución si el perfil de Sánchez se ajustara a lo que se reclama de un gobernante. Sería la manera de volver a ajustar un acuerdo con sus socios que, además de Podemos, son los mismos que apoyaron la moción de censura. Pero extraños socios que le negaron el voto de investidura. Hay una desconfianza evidente hacia su figura, que se basa en el principio político de no ofrecer lo que no se tiene. Y Sánchez ofreció responsabilidades de Gobierno a Iglesias que realmente no quería darle. Por el mismo motivo: porque tampoco se fía de él. Si se quiere evitar de nuevo elecciones, la propuesta del PP es una salida, pero choca frontalmente con un hecho que es lo que define la trayectoria política de Sánchez: quiere ser presidente a toda costa. Y sólo él. No concibe que nadie de su propio partido pueda sustituirle, si es que hubiese alguien realmente solvente entre sus más fieles. En la moción de censura demostró que le da lo mismo con qué socios puede llegar a La Moncloa y lo ha vuelto a demostrar en Navarra al hacerse con el gobierno foral gracias a EH Bildu. Si hubiera sido capaz de ver que las aspiraciones de Iglesias eran ocupar la integridad del Gobierno –que ya es no verlo si tal era la ambición–, debería haber previsto otra estrategia, que ahora ya resulta lejana e inviable: la de un acuerdo con Cs. Sánchez está en su derecho de reunirse con cuantos agentes y colectivos sociales considere, aunque no sean los que tengan los votos de investidura, pero a nadie se le escapa que es una forma de presionar a Unidas Podemos. Alguna opción debe entrar en sus cálculos porque el tiempo pasa y lo hace en su contra, pero, sobre todo, del conjunto de la sociedad española. Entre 2015 y 2019, se ha acudido tres veces a las urnas, que podrían ser cuatro si no se llega a una acuerdo en septiembre. Entre comicios y la subvención que le corresponden a los partidos, se han gastado 544 millones de euros. Pero tan grave como este gasto que ahora resulta baldío por los resultados que ha dado, es la demoledora imagen de las instituciones paralizadas, lo que ya está teniendo efectos en la credibilidad económica de España en un momento en el que se están dando señales de recesión. Un Parlamento paralizado es el mayor argumento para los demagogos de la antipolítica. Sánchez sigue tocando la lira.
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