Tribuna

En este asombro navideño cabe todo

El interrogante reverdece siempre por estas fechas. Todavía recuerdo el día en el que, después del catecismo dominical, me acerqué al cariacontecido cura de mi parroquia y le pregunté si la estrella de Belén podría ser un ovni

Ocurrió en la Nochebuena de 1858 y el incidente fue tomado por un capricho cósmico, una especie de milagro navideño. Un extraño fulgor iluminó el cielo aquella madrugada al tiempo que una gran bola de fuego se estrellaba contra un bancal de cebada a unos kilómetros de Molina de Segura, en Murcia. Esa noche la mitad del pueblo saltó de sus camas. El «cañonazo» que precedió al impacto los despertó al filo de las tres. Si esa roca hubiera variado un par de grados su trayectoria, la torre de la Asunción -y quién sabe si también los frescos de la escuela de Salzillo- se habrían vaporizado y el prodigio habría devenido en catástrofe. Horas más tarde, aún conmocionados, los vecinos localizaron al responsable: era una condrita de diez arrobas y quince libras de peso, tostada, moteada de pequeños cráteres, que recogieron aún caliente y enviaron a Isabel II como si a los molinenses les hubiera tocado en suerte convertirse en la última versión de los Magos de Oriente.

Esa Navidad los predicadores sacaron pecho. El meteorito de Molina -que hoy descansa en las vitrinas del Museo de Ciencias Naturales (MNCN) de Madrid- fue el punto de partida para predicar sobre el origen de aquella otra luminaria que diecinueve siglos atrás había guiado a unos astrólogos hasta el nacimiento de Jesús. Unas décadas antes, George Cuvier, naturalista francés protegido de Napoleón, todavía defendía con vehemencia que «como en el cielo no hay piedras, del cielo no pueden caer piedras» y dejaba abiertas todas las interpretaciones. En ese ambiente alguien sugirió que los Magos citados en el Nuevo Testamento vieron un signo parecido a aquel. Y sumándose a milenios de augurios paganos, dejó caer que esas «cosas de los cielos» se manifestaban para avisarnos de grandes acontecimientos. Pero lo cierto es que nada ocurrió. Aparte de la «Guerra de África» entre España y Marruecos de 1859, ningún prodigio o evento mayúsculo aconteció en nuestro país. Tal vez, después de todo, una y otra luminaria -la murciana y la bíblica- no estaban tan emparentadas.

Entonces, ¿qué clase de fenómeno fue la estrella de Belén?

Mateo, en su Evangelio, cuenta que un signo apareció en el firmamento justo al nacer Jesús. Aunque es parco en detalles, deja claro que no se trató de un episodio fugaz como el de Molina sino de algo que estuvo el tiempo suficiente en el aire como para marcar la ruta de unos extranjeros al reino de Herodes. Ante la escasez de detalles, la Tradición recurrió a los Evangelios Apócrifos, y con ellos terminó de «vestir» la escena. De ahí tomó los nombres de los Magos y hasta la presencia del buey y la mula, pero a la vez evitó dar protagonismo a descripciones más detalladas de la estrella, que las hay, como la que ofrece el Protoevangelio de Santiago cuando afirma que el prodigio fue, en verdad, una «nube luminosa» que «sombreó» la gruta y que incluso «se posó sobre la boca de ésta». O cuando detalla que san José, los pastores y los pájaros que sobrevolaban Belén en ese momento, se quedaron literalmente paralizados frente al portal. Otros textos, como el Pseudomateo o el Libro de la infancia del Salvador, añaden que la cueva se iluminó «como si el Sol estuviera dentro».

Cabe, pues, insistir: ¿qué «estrella» sería capaz de algo así?

El interrogante reverdece siempre por estas fechas. Todavía recuerdo el día en el que, después del catecismo dominical, me acerqué al cariacontecido cura de mi parroquia y le pregunté si la estrella de Belén podría ser un ovni. Don Pedro, un tipo de aspecto rudo y gesto severo, miró a aquel crío sin saber qué decirle, y después de sopesarlo un segundo decidió dar media vuelta dejándome con la palabra en la boca. «¡Santa madre de Dios!», lo oí murmurar con fastidio. Eran los ochenta. En esa época yo veía a Carl Sagan en la tele. Y a Jiménez del Oso. Pero ignoraba que el mismísimo Johannes Kepler, el astrónomo del siglo XVI que nos sacó de dudas sobre los movimientos orbitales de los planetas, ya había intentado resolver el enigma. Fue él quien dedujo que en el año 7 a.C. se produjo una alineación de Júpiter, Saturno y Marte que se dejó ver durante semanas como un enorme punto brillante en el cielo. Sus cálculos, además, confirmaron otro detalle bíblico: la Sagrada Familia se había movilizado antes del parto por culpa de un censo que no podía ser otro que el ordenado por Publio Sulpicio Cirino en aquellas mismas fechas. Jesús, pues, nació siete años antes de Cristo, y aunque eso resultaba revelador y polémico, seguía dejando sin explicar cómo pudo una conjunción planetaria hacerse notar dentro de una cueva o servir de GPS avant-la-lettre a unos astrólogos errabundos.

A la conjunción de Kepler se han sumado con los años hipótesis de lo más variopinto: desde que «aquello» pudiera haber sido el cometa Halley que sobrevoló la región en el año 12 antes de nuestra Era, a que fuera el brillo de una supernova. Lo del ovni casi nadie se lo toma en serio, pero sigue estando en mi cabeza. Lástima que los pastores de Belén no fueran tan rápidos como los vecinos de Molina de Segura, y no dieran con ninguna roca cósmica entre los pastos. Roca u otra cosa. Quién sabe. En este asombro navideño cabe todo.