Tribuna
Genocidio
El genocidio no es un crimen de resultado, sino de intención, que obliga a conocer necesariamente la «mens rea» o mentalidad culpable del acusado, y esta pertenece a lo más íntimo del ser humano
El Gobierno anda enredando con el supuesto genocidio de Israel en Gaza. Ante las claras y directas acusaciones de algunas ministras, el titular de Exteriores intenta no molestar, aún más, a Israel.
Lo tiene difícil después del reconocimiento, junto con Noruega e Irlanda, del Estado palestino pero, sobre todo, tras la decisión de sumarse, en esta ocasión sin la compañía de ningún otro estado europeo, a la denuncia por genocidio interpuesta por Sudáfrica ante el Tribunal Internacional de Justicia, principal órgano judicial de Naciones Unidas.
Ninguna de estas dos acciones se ha llevado a cabo dentro de la tan deseada Política Exterior y de Seguridad Común, más bien en oposición a ella. Es posible que ambas decisiones supongan algún coste para España y a su política exterior, tan discutida últimamente. Se ha preferido alinearse con Cuba, Nicaragua y Venezuela antes que con Francia, Alemania o Reino Unido. Este tipo de decisiones tienen consecuencias.
El genocidio es uno de los crímenes más atroces que el ser humano puede cometer y, por ello, es una de las acusaciones más graves que se pueden formular contra alguien, ya sea un Estado o, incluso, una persona física.El término «genocidio», derivado de la palabra griega «genos» (raza o pueblo) y del sufijo latino «cide» (de occidere, matar), fue acuñado por el jurista polaco Raphael Lemkin en 1944, en respuesta a las atrocidades cometidas durante la Segunda Guerra Mundial.
En 1948 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, que lo define como «cualquiera de los actos perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal». Estos actos incluyen el asesinato de miembros del grupo, causar daños graves a su integridad física o mental, la imposición deliberada de condiciones de vida destinadas a su destrucción física, la imposición de medidas para impedir nacimientos dentro del grupo y el traslado forzoso de niños a otro grupo.
La Convención establece la obligación de los Estados partes de prevenir y castigar el genocidio, tanto en tiempos de paz como de guerra. La creación de tribunales ad hoc, como el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) y el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY) y, posteriormente, la creación de la Corte Penal Internacional (CPI) en 2002, son ejemplos concretos de la implementación de este marco normativo.
España ratificó la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio en 1968, y en 1971 lo incorporó a nuestro Ordenamiento jurídico que, lógicamente, se ha mantenido en el Código Penal de 1995, en su artículo 607.
La definición de genocidio en el derecho español se alinea estrechamente con la de la Convención, incluyendo los mismos actos «con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso».
Frente a la aparente sencillez y simplicidad de este tipo delictivo, se esconde una auténtica catarata de dificultades técnicas que hacen del delito de genocidio un concepto ciertamente complejo, muy diferente al intuitivo de matanzas a gran escala o de crímenes contra la humanidad, todos ellos actos atroces y repudiables sin paliativos, pero no necesariamente genocidas. Así, un solo asesinato podría ser constitutivo de delito de genocidio si se cometiese «con el propósito de destruir a un grupo», siendo esta la característica esencial del genocidio: la intencionalidad de destrucción total o parcial de un grupo humano.
En realidad se requiere una doble intencionalidad: la de cometer el acto delictivo en sí, y la de destrucción del grupo en cuestión, de tal manera que sin esa doble intencionalidad, no existe genocidio. Además, esa imperiosa y exigente doble intencionalidad debe ser relativa exclusivamente a motivos nacionales, étnicos, raciales o religiosos, excluyendo sorprendentemente los motivos sociales o políticos, que en un primer borrador se incluían.
Llegados a este punto debemos preguntarnos si Israel ha tenido realmente la intención de destruir total o parcialmente a los gazatíes por razones nacionales, étnicas, raciales o religiosas.
No me corresponde a mí resolver esa cuestión, pero no es difícil suponer otras posibles intenciones de Israel en Gaza: desde un, quizás desproporcionado, castigo por los asesinatos de Hamás del 7 de octubre; un control total de Gaza que impida a Hamás, que aun mantiene rehenes, volver a cometer actos terroristas contra Israel; la destrucción de Hamás, organización terrorista, diferente de los gazatíes; o quizás, una operación militar para asegurar la existencia y seguridad del Estado de Israel, completamente ajena a una supuesta operación política de destrucción de los gazatíes.
El genocidio no es un crimen de resultado, sino de intención, que obliga a conocer necesariamente la «mens rea» o mentalidad culpable del acusado, y esta pertenece a lo más íntimo del ser humano, al igual que las verdaderas intenciones de nuestro Gobierno con estas dos polémicas decisiones en clave electoral. No las conocemos.
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