Tribuna
La muerte no es el final
Lo importante: el gran debate sobre qué es la conciencia y si tiene existencia fuera del mundo tangible
Aunque no ocupe titulares en los periódicos, mucho se habla en estos días del gran enigma de la conciencia humana. Dos libros tienen la culpa. El año pasado, el doctor Manuel Sans Segarra resucitó el asunto en su obra La supraconciencia existe. A este prestigioso cirujano le llamó la atención el gran número de personas que, habiendo estado en parada cardiaca, e incluso en muerte cerebral, relataban que sus mentes eran capaces de percibir lo que sucedía a su alrededor mientras eran atraídos hacia un túnel de luz que los asomaba a otro estadio de existencia. Nada nuevo. O sí. Bosco ya pintó semejante conducto a finales del siglo XV, y otro doctor, Raymond Moody, acuñó en 1975 el término clínico para esas vivencias: Experiencias Cercanas a la Muerte (ECM). Pero el tema alcanza ahora una nueva cima gracias al lanzamiento internacional de El último secreto, la última ficción de Dan Brown. El título de su thriller alude lo que aquellos estudios sugerían: «La muerte no es el final», concluye Katherine Solomon, una de sus protagonistas.
Todo esto tiene su enjundia. Ni Sans Segarra ni Brown cuestionan la inevitable muerte del cuerpo. Ninguno se adhiere a los transhumanistas que vislumbran un futuro en el que renovaremos nuestros órganos como si fueran las piezas de un coche, para vivir los 150 años de que desea Putin. A diferencia suya, ambos intuyen que la respuesta al enigma de la muerte no está ahí, en preservar el vehículo físico, sino en nuestra conciencia. En eso que tendemos a confundir con el alma y que es el verdadero asiento de nuestro yo.
Brown juega con conceptos con los que llevo años trabajando. En 2017 di a imprenta El fuego invisible, una novela en la que trataba de resolver una pregunta aparentemente filosófica: ¿de dónde vienen las ideas? Durante su proceso de documentación, tropecé con los trabajos de sir Oliver Lodge, físico británico experto en electricidad y una de las mentes más preclaras del siglo pasado. En agosto de 1894 hizo su primera demostración pública de telegrafía inalámbrica. Se adelantó tres años a Marconi. Lo que pocos saben, es que lo que lo inspiró fue una premonición de su suegra, que se anticipó a la muerte de su marido en un sueño. Con su mente científica, Lodge pensó que la mujer tuvo que haberse «conectado» con algún tipo de onda de una dimensión ajena al tiempo y decidió buscarla. Sus experimentos fueron llevándolo, poco a poco, a la conclusión de que el cerebro humano actúa como una suerte de «sintonizador de la conciencia». Que nuestro yo no reside en el cerebro físico, sino que lo capta y lo reproduce desde una fuente emisora no-física, como lo haría una radio.
En 1929, con el uso de ondas hertzianas en plena expansión, publicó un libro que llegó a traducirse al español: Por qué creo en la inmortalidad personal. Lo leí a fondo, en busca de esa fuente. «Si el cerebro deja de funcionar, perdemos naturalmente toda comunicación: la manifestación de la mente por el intermedio del mecanismo ha cesado», escribió tratando de definir la muerte. Pero advirtió: «Decir que la memoria misma (el yo) ha desaparecido porque su órgano de reproducción no puede funcionar, es rebasar el límite de las deducciones que podemos hacer».
Pues bien, Dan Brown y Sans Segarra acaban de rebasarlo. El primero ha armado su trama sobre la existencia de una «conciencia no local», donde la mente-alma anida en una suerte de «nube» que el cerebro «se descarga». Esto explicaría que podamos «salirnos» del cerebro-cuerpo en determinadas circunstancias y experimentar vivencias como las que ha recogido franciscanamente el doctor Sans Segarra.
Pero hay algo más: semejante capacidad de «escape» puede llegar también a instrumentalizarse como arma. Me di cuenta de ello hace casi treinta años, cuando investigué las misteriosas bilocaciones de sor María de Jesús de Ágreda (1602-1665), una de las mujeres más célebres de su tiempo. Aquella soriana contemporánea a Velázquez decía poder proyectar su alma hasta Nuevo México, a casi diez mil kilómetros de distancia, para predicar a los nativos no bautizados. Y, por increíble que parezca, su ejemplo fue imitado, en tiempos de la administración Carter, por soldados reclutados para un proyecto llamado Stargate. Una iniciativa que pretendía enviar la mente de algunos de ellos a instalaciones militares enemigas, «sacándola» de sus cuerpos no gracias a oraciones y ayunos, sino con drogas, ingeniería de sonido y cámaras de aislamiento sensorial.
Dan Brown escribe en El último secreto de muchas de las cosas que me ocuparon con La dama azul -la novela que escribí sobre la monja «voladora»-, y las hilvana con avances neurocientíficos de última generación que abundan en la idea de que nuestro cerebro es, en efecto, un receptor de señales exógenas. ¡Como la supraconciencia de Sans Segarra!
Créame el lector: hacía años que no tropezaba con una novela tan intelectualmente estimulante. Su propio relato es una metáfora del problema que aborda: por un lado nos distrae con lo físico -una acción cuajada de persecuciones en Praga, instalaciones secretas o monstruos literarios como el Gólem-, y por otro, lo importante: el gran debate sobre qué es la conciencia y si tiene existencia fuera del mundo tangible.
Brown y Sans Segarra, desde la ficción y desde el ensayo, han retroalimentado mi búsqueda personal más profunda. Y han resucitado, en el discreto pero fundamental mundo de los lectores, un tema que no es sino el tema: «La muerte no es el final».
Javier Sierramereció el premio Planeta de novela de 2017 con su obra El fuego invisible