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Somos

Añadir lenguas al Congreso sí contribuirá a dividir más a una sociedad que ya está fragmentada y sobrevive miserablemente en la continua tensión a la que la someten sus interesadas élites

Usar lenguas distintas al español/castellano en el Congreso significará «privatizar» la Cámara Baja para las élites, expulsando del discurso parlamentario al ciudadano común. Tener traductores no solucionará ningún problema: creará nuevos problemas. Oír el discurso político de quienes cambian nuestras vidas mediante leyes a través de varios traductores, significará interrumpir, obstaculizar la comunicación entre los ciudadanos y sus élites dirigentes. El Congreso no es un mero «congreso» verbigracia de biólogos especialistas en las bondades del ruibarbo. Ni un congreso de lingüistas (que, además, harían lo posible por buscar una lengua común para entenderse). Ni de dentistas. El Congreso no es un lugar cualquiera de reunión para especialistas, no es un sitio para iniciados, no es un club exclusivo. Es la Casa del Pueblo, no en términos marxistas, sino literales: el lugar donde se decide hacia dónde va coactivamente la sociedad. Todo ciudadano obligado a pagar impuestos y acatar leyes tiene el derecho a escuchar los parlamentos de los (obviamente) parlamentarios en un idioma común, que facilite el acceso al conocimiento de lo que se dispone en ese lugar sagrado de la democracia, que le representa y obliga. Introducir varias lenguas ahí no contribuye a reconocer nuestra diversidad, porque los países europeos que nos rodean son más «diversos» que nosotros y no tienen Cámaras Bajas donde parlamentar en las docenas de idiomas vivos, de uso ciudadano común en sus territorios nacionales, y no las tienen porque respetan y facilitan la comunicación con la ciudadanía. Añadir lenguas al Congreso sí contribuirá a dividir más a una sociedad que ya está fragmentada y sobrevive miserablemente en la continua tensión a la que la someten sus interesadas élites. No: no es verdad que seamos los más «modernos y avanzados» por cosas como esta. Si acaso, seremos los más injustos y beligerantes, ardorosamente creyentes, devotos ideológicos y semovientes políticos. Y vamos camino de reivindicar ridículamente la presencia en las instituciones españolas de la Nación Mapuche, la Gran Colombia y cualquier territorio imaginario que alguien hubiese siquiera soñado antes del Congreso (este sí) de Angostura, en 1819. Eso somos.