Antonio Cañizares
Apuntes de la Conferencia Episcopal-I
Un tema que aparece frecuentemente es el de la Conferencia Episcopal; la gente oye hablar de ella y tal vez no saben con precisión de qué se trata: se la identifica sin más con una estructura de poder, o se la ignora, por ejemplo estos días en que tanto se ha hablado de la transición, en la que jugó tan importante y decisivo papel. Por eso, teniendo presente que el año pasado celebramos su cincuenta aniversario, puede ser de cierto interés ofrecer, en esta página, algunos apuntes históricos. Uno de los frutos más destacables del Concilio Vaticano I fue, sin duda, el de la creación o establecimiento de las Conferencias Episcopales, que así las define el mismo Concilio en el Decreto Christus Dominus sobre los Obispos: «La conferencia Episcopal es como una asamblea en la que los Obispos de cada nación o territorio ejercen unidos su ministerio pastoral, para conseguir el mayor bien que la Iglesia proporciona a los hombres, sobre todo por las formas y métodos del apostolado, aptamente acomodado a las circunstancias del tiempo»(ChD 38). Nada más acabar el Concilio, los Obispos se pusieron manos a la obra y en 1966 constituyeron la Conferencia Episcopal en España. Su primer presidente fue el Cardenal Quiroga Palacios, Arzobispo de Santiago de Compostela, y su primer Secretario General Mons. Guerra Campos, Obispo auxiliar de Madrid. Desde su constitución, la Conferencia ha cumplido su cometido y ha constituido un valiosísimo instrumento de comunión hasta nuestros días; en diversos momentos ha tenido un gran protagonismo, y ha marcado con claridad y sentido de fe y eclesial el camino a seguir de renovación eclesial y de presencia visible de la Iglesia en la sociedad española, sin intromisiones y al servicio de todos. Ha sido, sin exageración de ningún tipo, el motor e impulso más sobresaliente de la vida eclesial, la voz audible de la Iglesia; los obispos, a través de ella, se han visto apoyados en las tareas más urgentes en su misión pastoral, a través de una comunicación libre y fraterna, sincera, y de búsqueda común de la verdad y de las respuestas que requerían los diversos momentos de su historia, se ha desarrollado la conciencia de corresponsabilidad colegial de los Obispos, su servicio a la catolicidad y edificación de la Iglesia, en la realidad concreta de España y en la catolicidad de la misma. Transcurridos cincuenta años desde su establecimiento, ha llevado a cabo fielmente lo que el texto del Decreto que he leído anteriormente. Sin Conferencia Episcopal hubiera sido inevitable una visión muy reductiva de los problemas de la Iglesia. Sin duda alguna ha sido un instrumento providencial que ha permitido e impulsado la misión común de la Iglesia en España, de las diócesis entre sí, de los Obispos y, podemos afirmar, de todo el Pueblo de Dios. Ha sido, por lo demás, un factor de potenciación y dinamización de las diversas iglesias particulares, las cuales no se han visto dificultadas, sino más bien enriquecida en su ser más propio por el afecto colegial que la ha animado en todo momento. Lo que estaba en juego era cómo leer el Concilio e interpretarlo, cómo aplicar de manera concreta el Concilio, cómo entender y aplicar la renovación conciliar: es la cuestión a la que salió al paso Pablo VI con el Año de la fe y la publicación del Credo del Pueblo de Dios, lo que también, en un artículo memorable, señaló el entonces joven profesor J. Ratzinger, sobre la verdadera renovación. Entre los sectores afectados cabe señalar el de la liturgia y el de la catequesis. Paso de un catecismo de preguntas y respuestas, a los Catecismo Escolares, de contenido y método keritmatico a una catequesis antropológica, (Secretariado Nacional de Catequesis, J .M .Estepa; este primer periodo de la CEE coincide la publicación del Catecismo Holandés, más difundido en España que en la misma Holanda): desconcierto doctrinal; necesariamente tengo que referirme a la reforma litúrgica que, reconozcámoslo, pudo haber sido francamente mejorable: cambiaron las cosas, las formas, pero no entró en el sentido litúrgico de verdad, incluso se divulgaron posturas y actitudes que nos llevaron a una secularización interna de la Iglesia, porque se veía la liturgia como una obra humana. Y como obra humana se veía a la Iglesia ¿qué Iglesia queremos, cuál es la imagen de la Iglesia a elegir?
Al mismo tiempo todo esto coincide con la pobreza de la enseñanza teológica en seminarios; aparición de la píldora anticonceptiva, leyes favorecedoras del divorcio, legislaciones legitimadoras del aborto en Europa y en el mundo, aparición del fenómeno masivo del ateísmo y de la secularización, estructuralismo–muerte del hombre, muerte de Dios–, etc. El desconcierto doctrinal y moral fueron notables. La secularización incipiente todavía iba apareciendo con fuerza y extendiéndose por doquier, incluso dentro de la Iglesia; el ministerio sacerdotal y los mismos movimientos apostólicos teóricamente embarcados en la renovación, son interpretados en clave de liderazgo social, de compromiso social y político (el «engagement») con notable pérdida de su sentido religioso y de su identidad más propia.
Por lo demás asistíamos a la agonía del Régimen y la promesa de una Monarquía, con los problemas que se avecinaban en una transición política que todos ignoraban cómo vendría a ser o resultar y que no podía ser muy lejana: La Conferencia y la Iglesia entran en el tablado de la política.
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