Berlín
Choque generacional en Europa
La crisis financiera europea está pasando de aguda a crónica, y la disputa sobre a quién le corresponde pagar los costes de resolverla está alentando la aparición de una nueva generación de movimientos políticos. En la denominada periferia, los nuevos surgimientos políticos prometen a los ciudadanos una alternativa a la austeridad. En los países del «núcleo» de la eurozona ofrecen proteger a los contribuyentes de las demandas incesantes de ayuda a los países deudores. De cómo respondan los líderes europeos al reto planteado por estos nuevos contendientes dependerá que la unión monetaria se estabilice o se fracture.
En general, la élite política europea siempre fue decididamente integracionista. La mayoría de sus miembros son de la generación posterior a la Segunda Guerra Mundial, lo que los hace claramente conscientes de los beneficios que reporta una Europa en paz. Pero en los años noventa, las divergencias respecto de la integración europea llevaron a que se buscara una solución de compromiso que resultó problemática. Para asegurar el apoyo de Francia a la reunificación de Alemania, este país aceptó que se creara una unión monetaria, pero no una unión fiscal. Ahora Europa sufre las consecuencias de este pacto irreflexivo.
Mientras esto sucede, los líderes europeos están bajo presión de una nueva generación de votantes crecidos a la sombra de la caída del Muro de Berlín. La apertura del Telón de Acero permitió que Occidente accediera a una abundante oferta de mano de obra barata en Europa del este. La oferta aumentó todavía más con el posterior surgimiento de China, en un proceso que culminó con el ingreso de este país en la Organización Mundial del Comercio en 2001. El resultado fue que muchas de las economías de Europa comenzaron a quedarse atrás.
Para ayudar a las economías menos competitivas de Europa a ponerse a la par de los países más prósperos del norte, los líderes europeos confiaron en la creación de una unión monetaria. Y durante la primera década de existencia del euro, no hay duda de que cumplió lo que se esperaba. Así como en Estados Unidos la financiación de hipotecas baratas ocultó las grietas que abría la creciente desigualdad de ingresos, en Europa la disponibilidad de capital barato del norte aceleró lo que parecía ser una convergencia económica.
La generación postmuro parecía tener toda la suerte consigo... al menos por un tiempo. Pero en todos los países miembros de la eurozona se estaba dando un deterioro constante de la distribución de ingresos: mientras los ciudadanos mejor educados se beneficiaban con el auge de la industria de los servicios, los menos educados padecían el traslado de los empleos fabriles a países más baratos. Luego estalló la crisis financiera global, hubo un aumento abrupto de la desigualdad de ingresos y en el sur de Europa la generación postmuro sufrió la peor caída de niveles de vida desde la Segunda Guerra Mundial.
A diferencia de Estados Unidos, cuya fundación obedeció a una causa política que forjó una identidad nacional común (la oposición al colonialismo británico), lo único que buscaban los países que formaron la Unión Europea era evitar más guerras en el continente. Era una causa loable, pero no sirvió para promover el surgimiento de una identidad europea compartida. Por el contrario, permitió un florecimiento de las identidades nacionales.
A los miembros de la generación postmuro, que tienen menos de 40 años de edad y están, por tanto, muy lejos de la Segunda Guerra Mundial, esa causa no les dice mucho. Les importa mucho más la divergencia creciente de objetivos económicos entre los países deudores y los acreedores.
Los ciudadanos de las economías deudoras, que crecieron despreocupadamente convencidos de la convergencia económica, ahora perdieron sus ahorros y, en muchos casos, también las esperanzas. Entretanto, a los ciudadanos de los países acreedores les preocupa sobre todo proteger las ganancias logradas antes de la crisis, ya que, después de todo, el gasto imprudente de sus vecinos se financió con sus ahorros.
La creciente desigualdad de ingresos en toda la eurozona ha creado una subclase marginada que desconfía cada vez más de la unión monetaria. La generación de posguerra está envejeciendo (la mayor parte de sus miembros ya tienen al menos 60 años, y sus líderes ocupan puestos directivos o políticos de alto nivel) y a la par que eso ocurre, el apoyo a la integración se va desvaneciendo.
Muchos votantes de la generación postmuro se encuentran en los márgenes de los partidos establecidos o están formando sus propios partidos, mientras que hay un grupo más pragmático que vacila entre el viejo orden y los nuevos movimientos políticos. La respuesta reactiva y confusa a la crisis del euro refleja los acuerdos que han debido negociar los partidos políticos tradicionales para conservar el poder a medida que las diferencias generacionales se han vuelto cada vez más extremas.
Es raro que una crisis aguda de corta duración desemboque en una revolución política. Más bien, las revoluciones se producen tras una o más generaciones de decadencia crónica, cuando el temor a las pérdidas económicas cede paso a la furia concentrada y emergen voces carismáticas para orquestar una respuesta. Es una pauta que se viene repitiendo a lo largo de la historia, desde la Revolución Francesa hasta la caída del Muro de Berlín. Y aunque es posible que por ahora los mercados estén amansados, en los cimientos políticos de la eurozona ya empiezan a verse grietas.
Por ahora, la generación postmuro no tiene un blanco claro sobre el cual descargar su ira. Los nuevos partidos populistas en Italia, Grecia y Alemania señalan la dirección que tomó la política, pero no su destino final. Su capacidad para recabar apoyo tanto en la izquierda como en la derecha indica un deseo compartido de reconstruir las barreras protectoras nacionales que la generación de posguerra demolió.
En estas circunstancias, la mayoría de los líderes europeos temen que sus electorados rechacen cualquier propuesta que parezca implicar más integración. Es el clásico dilema del prisionero: todos los países estarán mejor si contribuyen a una causa común, pero la presión de las elecciones nacionales impide a los políticos abogar por esa causa. La prueba final de liderazgo será la decisión de comprometerse con la reforma del tratado de la UE, con las difíciles negociaciones y los referendos que ello implica.
Los líderes de la generación de posguerra deben dar una respuesta eficaz al desafío que plantean los movimientos políticos emergentes, y deben hacerlo pronto, mientras estos movimientos todavía son inmaduros. Si demoran demasiado esa respuesta, volverán a alzarse los viejos muros y los guardianes del euro quedarán afuera.
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