Irán

Democracia e islam político

Este año los partidos políticos islamistas han sufrido retrocesos importantes en dos países predominantemente musulmanes: Egipto y Turquía. Sin embargo, es demasiado pronto como para descartar el islamismo político como un participante capaz, o incluso una fuerza principal, de una democracia pluralista. Apenas un año después de que Mohamed Morsi, de los Hermanos Musulmanes, se convirtiera en el primer presidente electo de Egipto, millones de egipcios se han manifestado en las calles, convirtiéndose en el detonador del golpe militar que provocó su caída. Su incompetencia política y su falta de visión ante el colapso económico habrían bastado para reducir el apoyo a su gobierno. Pero su rechazo al pluralismo y sus medidas para establecer una dictadura islámica (por ejemplo, mediante su intento de centralizar el poder en su partido y situarse fuera del alcance del Poder Judicial egipcio) fueron su perdición.

De manera similar, en Turquía el primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, del Partido por la Igualdad y el Desarrollo (AKP) ha adoptado una manera de gobernar que está deshaciendo una década de progreso que se caracterizó por el dinamismo económico, el rápido crecimiento y la subordinación de las Fuerzas Armadas al control civil. La brutal represión por parte de su Gobierno de las protestas populares contra los planes de construir sobre el parque Taksim Gezi de Estambul hizo que el país luciera a los ojos del mundo como una dictadura unipartidista. Para empeorar las cosas, tras ello Erdogan dedicó semanas a trastocar el pluralismo mediante discursos polarizadores que estigmatizaban a los turcos que no comparten su conservadurismo social ni suscriben a su particular interpretación del islam.

Puesto que Egipto y Turquía son dos de los países más populosos, el núcleo histórico del islam (el tercero es Irán, con su régimen teocrático), se podría inferir que sus dificultades actuales han destruido toda perspectiva de conciliación entre el islam político y la democracia pluralista. Pero existen diferencias sustanciales entre las situaciones en que se encuentran, así como en las perspectivas de renovación del islam político.

En Egipto los desafíos económicos son tan extremos y las tradiciones de gobierno consensuado tan débiles que puede que en el futuro próximo resulte imposible que un partido pueda gobernar democráticamente, por no mencionar a los Hermanos Musulmanes, que tendrían que reinventarse por completo. Y todavía es menos probable que los no islamistas confíen en que el partido salafista de línea dura Nous (el partido islamista que participó en la caída de Morsi) se atenga a los principios democráticos.

En contraste, el AKP de Turquía todavía puede volver a legitimarse a los ojos de los votantes desafectados, porque su alejamiento del pluralismo se asocia fuertemente con Erdogan mismo. De hecho, algunas figuras de peso del partido (como su colaborador de larga data, el presidente Abdullag Gül) creen que se manejó mal ante las protestas.

Si reemplazara a Erdogan como jefe del partido, el AKP podría disociarse de su campaña de islamización y recuperar su potencial como fuerza política democrática. A muchos de sus votantes les preocupa el conflicto cultural, aunque sólo sea porque amenaza sus intereses económicos. Por eso, un paso de ese tipo probablemente bastaría para recuperar gran parte del apoyo perdido y tranquilizar a los opositores que temen que sus libertades personales sigan debilitándose en su Gobierno.

El año próximo habrá una oportunidad de sustituir a Erdogan, cuando acabe el mandato de Gül. Erdogan desea impedirle asumir un segundo periodo y ocupar su lugar gracias a una serie de enmiendas a la Constitución que transferirían la totalidad de la autoridad ejecutiva al presidente. Si rechazaran esta aspiración, los parlamentarios del AKP debilitarían la posición de Erdogan, seguramente haciendo posible que el partido lograra marginarlo.

Si esto no bastara para que Erdogan abandone el poder, el cumplimiento en 2015 de su periodo de primer ministro, que él mismo se impuso, debería dar pie a que el Consejo Ejecutivo del AKP lo obligue a hacerlo, simplemente cobrándole sus propias palabras. Una vez que el AKP haya demostrado su desaprobación del comportamiento antidemocrático de Erdogan, sus nuevos líderes podrían comenzar a reconstruir su legitimidad como partido que respeta los derechos de las minorías.

Además, para prevenir que todo esto vuelva a ocurrir, el AKP debe abordar la causa raíz de la metamorfosis de Erdogan en un autócrata intolerante. En sus primeros tiempos como primer ministro, se encontraba limitado por el presidente, el Poder Judicial y el Ejército, todos los cuales tenían el compromiso de mantener el secularismo consagrado en la Constitución turca. Ya en 2008 la Corte Suprema consideró disolver el AKP por violar ese principio.

Pero los cambios en la composición del Poder Judicial, la llegada de Gül a la presidencia en 2008 y una enmienda a la Constitución en 2010 que permitía que los oficiales del Ejército fueran juzgados en tribunales civiles contribuyeron al relajamiento gradual de las restricciones a la autoridad de Erdogan. Más de 400 generales han sido encarcelados por tramar supuestos golpes de Estado, en muchos casos sobre la base de evidencias claramente falseadas. Además, Erdogan ha utilizado el sistema judicial para sofocar los medios de comunicación y reprimir la libertad de expresión de la ciudadanía.

Está claro que las instituciones políticas de Turquía carecen de salvaguardas adecuadas. Han hecho posible una enorme concentración de poder en manos de una persona y la mayoría parlamentaria que encabeza. Hoy las autoridades turcas deben garantizar la autonomía y la imparcialidad política del Poder Judicial, restituir la libertad de expresión para todos los ciudadanos y establecer un sistema de frenos y contrapesos para reemplazar al Ejército como guardián de la secularización.

Para lograr este último objetivo sería necesario que el AKP cediera algunos poderes de manera voluntaria. Podría convencer a sus bases conservadoras de la bondad de las reformas constitucionales necesarias señalando que, en el largo plazo, los islamistas tienen tanto que ganar de un sistema eficaz de frenos y contrapesos como con los objetivos de la ingeniería social de Erdogan. Después de todo, como lo demostró la caída de Morsi, la opinión pública puede volverse rápidamente contra el partido gobernante, especialmente en una crisis económica.

La experiencia reciente de Egipto nos da una idea de lo que podría ser el futuro de Turquía si no se establecen salvaguardas políticas eficaces. Morsi pudo gobernar sin limitaciones, interfiriendo a sus anchas en los derechos fundamentales de los ciudadanos, puesto que el régimen militar que tomó el control después de la caída de Hosni Mubarak en 2011 programó la celebración de elecciones presidenciales antes de que se adoptara una constitución. La única manera de que los Hermanos Musulmanes puedan esperar que se los vuelva a considerar un actor democrático legítimo es con una Constitución que incluya mecanismos creíbles para garantizar el pluralismo y el debido proceso.

El islam político se encuentra en una encrucijada crítica en el camino hacia la legitimidad democrática. El que puedan avanzar en esa dirección dependerá del compromiso de sus dos principales representantes (el AKP en Turquía y los Hermanos Musulmanes) por idear e implementar sistemas políticos que protejan los principios democráticos básicos del pluralismo, la libertad y el imperio de la Ley.

Copyright: Project Syndicate, 2013