Antonio Cañizares

Dios y el César

«Es necesario tener muy en cuenta que la negación de Dios priva de su fundamento a la persona y, consiguientemente, la induce a organizar el orden social prescindiendo de la dignidad y responsabilidad de la persona»

La Razón
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C on frecuencia se apela a una expresión evangélica para pretender callar a la jerarquía de la Iglesia, cuando habla desde su responsabilidad pastoral. Merece la pena recordar aquí unas palabras del Papa Juan Pablo II al Parlamento Europeo que pueden arrojar no poca luz sobre este asunto, glosando esa frase evangélica «dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César»: «Después de Cristo, decía el Papa, San Juan Pablo II, ya no es posible idolatrar la sociedad como un ser colectivo que devora la persona humana y su destino irreductible. La sociedad, el Estado, el poder político, pertenecen a un orden que es cambiante y siempre susceptible de perfección en este mundo. Las estructuras que las sociedades establecen para sí mismas no tienen nunca un valor definitivo. En concreto, no pueden asumir el puesto de la conciencia del hombre ni su búsqueda de la verdad y el absoluto. Los antiguos griegos habían descubierto ya que no hay democracia sin la sujeción de todos a una Ley, y que no hay ley que no esté fundada en la norma de lo trascendente, de lo verdadero y lo bueno. Afirmar que la conducción de lo que «es de Dios» pertenece a la comunidad religiosa y no al Estado, significa un saludable límite al poder de los hombres y este límite es el terreno de la conciencia, de las «últimas cosas», del definitivo significado de la existencia, de la apertura al absoluto, de la tensión que lleva a la perfección nunca alcanzada, que estimula el esfuerzo e inspira las elecciones justas. Todas las corrientes de pensamiento de nuestro viejo continente deberían considerar a qué negras perspectivas podría conducir la exclusión de Dios de la vida pública, de Dios como último juez de la ética y supremo garante contra los abusos del poder ejercidos por el hombre sobre el hombre». (Juan Pabl o II, Al Parlamento Europeo)

No pueden ser más claras ni más actuales las palabras del recordado siempre Juan Pablo II, y haríamos todos muy bien en interiorizarlas y llevarlas a cabo. Las cosas irían mejor, sin duda y con mayor respeto y menos exclusiones, descalificaciones o rechazos. Es necesario tener muy en cuenta que la negación de Dios priva de su fundamento a la persona y, consiguientemente, la induce a organizar el orden social prescindiendo de la dignidad y responsabilidad de la persona» (Juan Pablo II, Centessimus Annus, 13; cfr. 14, 17, 18, 41, 44).

Qué acertada es a este respecto la expresión del teólogo y filósofo R. Bultmann «Es posible un Estado no cristiano, pero no es posible un Estado ateo». «No lo es en ningún caso en cuanto tal», añade J. Ratzinger, en cuanto Estado de derecho duradero. Esto implica que Dios no quede relegado incondicionalmente a la esfera de lo privado, sino que también sea reconocido públicamente como valor supremo. Esto incluye ciertamente –y quiero subrayarlo muy claramente– la tolerancia y el espacio para las personas ateas, y no tiene nada que ver con una coacción que pretendiera imponer la fe. Sin embargo, las cosas tendrían que producirse al contrario de lo que está ocurriendo ahora: el ateísmo comienza a ser el dogma público fundamental, y la fe es tolerada como opinión privada, pero de este modo no es tolerada en su verdadera esencia. Este tipo de tolerancia privada se lo concedió a la fe la misma Roma; el sacrificio en honor del emperador sólo perseguía el reconocimiento de que la fe no representaba ninguna pretensión de carácter público, al menos de importancia significativa. Estoy convencido de que, a largo plazo, no existe la posibilidad de supervivencia de un Estado de Derecho bajo un dogma ateo en vías de radicalización y que aquí es necesaria una reflexión fundamental para poder sobrevivir. Igualmente me atrevo a afirmar que la democracia funciona únicamente si funciona la conciencia, y que esta conciencia enmudece si no está orientada conforme a los valores éticos fundamentales del cristianismo, que pueden ser puestos en práctica incluso sin una explícita profesión del cristianismo, e incluso en el contexto de una religión no cristiana» (J. Ratzinger, Iglesia, ecumenismo, ... 257; Cfr J. Ratzinger, Fede, Verit, Tolleranza. Il Cristianessimo e le religione del mondo, Ed. Cantagalli, Siena, 2003, 223- 275).