Joaquín Marco

«Escuela para pactar»

La Razón
La RazónLa Razón

Según admiten algunos pedagogos, uno de los defectos más graves de nuestra educación infantil es la ausencia de la enseñanza en grupos. Con ella se desarrolla, no sólo el conocimiento, sino la sociabilidad y el apoyo mutuo. Nuestra forma de enseñanza tiende todavía a favorecer lo individual y exalta el liderazgo. Las sociedades crean líderes –y volvemos de nuevo a las élites que Ortega defendió con tanto fervor–, porque no basta apelar a «la gente» para que ésta se sienta representada e interpretada. El papel agitador de Pablo Iglesias ha ido disminuyendo, pese a los atuendos de sus seguidores, a medida que éste convertía su asambleario partido Podemos en una organización jerarquizada. Andamos los españoles deseando que nuestros representantes descubran el misterio del pacto y la disensión. No hay una cultura de los mismos porque, tal vez, nuestras fórmulas educativas no lo facilitan desde el principio. Visto lo sucedido tras las elecciones del 20-D, a nuestra clase política no le vendría mal un rápido, aunque tardío, «master» que alentara la cultura del pacto, que disminuyera la agresividad de una política que podría llevarnos de nuevo a otras indeseadas elecciones generales. No es que entendamos otra consulta popular como problema pero, salvo leves modificaciones, los ciudadanos parecen bastante satisfechos de los resultados que desgranaron las urnas. Otra cosa es que éstos sean útiles para la gobernabilidad. Las encuestas revelan que una amplia mayoría de la población se inclina por la fórmula del pacto, sin especificar su naturaleza.

Hasta el Rey en sus primeros contactos parecía haber manifestado las dificultades para formar gobierno. Pero en cuestión de pactos, aún sin experiencia, se acaba de demostrar en Cataluña que son posibles hasta el último segundo. Gimen las empresas y los hombres de negocios porque la inestabilidad, que de repetirse las elecciones alcanzaría hasta los calores veraniegos, no es el mejor caldo de cultivo para asentar una economía que, pese a crecer, se encuentra en graves dificultades. Reclama la UE más recortes pero aunque la caída del precio del petróleo por un lado nos favorece, por otro debilita el sur del continente americano, en el que hemos invertido mucho. Pero no se lamentan los directivos de estas grandes empresas por la creciente desigualdad que presenta nuestra sociedad. La crisis ha favorecido, como era de esperar, a los más ricos y ha borrado parte de una clase media que contribuía a la estabilidad del país. Todos los partidos desean grandes transformaciones, aunque casi nadie baja al terreno de lo concreto a la espera de que antes lo haga el adversario. Los ojos se dirigieron hacia el PSOE, porque se dio por casi imposible que el PP, ganador pírrico de las elecciones, pese a ser apoyado por los organismos internacionales, consiguiera los escaños imprescindibles para conformar un gobierno. Pero, una vez más, el PSOE y su líder Pedro Sánchez se ven obligados a luchar no sólo contra los elementos exteriores, sino –lo que resulta más paradójico– contra los internos. Ante cualquier maniobra de acercamiento a Podemos, única alternativa posible, la presidenta andaluza le recuerda sus líneas rojas. Uno de los más duros reproches que le formuló Iglesias es que no controlaba su propio partido. La consolidación de Podemos nos llevaría, salvando las distancias, a rememorar aquellas luchas intestinas de los revolucionarios comunistas de primera hora que llevaron a Trotsky al exilio mexicano y a Lenin a líder indiscutible. Asaltó los cielos.

Pero la democracia o la socialdemocracia europea están cuajadas de renuncias. Nuestra costumbre de no pactar nos condujo a una guerra civil y a una dictadura en la que sólo pactaban las camarillas del poder. De ahí el asombro y la supervaloración de los pactos de la Transición, cuidadosamente vigilados por aquel Ejército vencedor y por la habilidad de Juan Carlos I, que intuyó que el único camino de estabilidad posible era la integración en una Europa interesada en resolver incómodas situaciones en un Sur que se inclinaba hacia la izquierda. Aquella Europa poco tiene que ver con la actual, ni nuestra situación, pese a ser delicada, con la de aquel entonces. Los políticos inexpertos de la Transición hicieron lo posible para desdramatizar su presente. No procedían de facultades de Ciencias Políticas y su experiencia en algunos casos era la de la clandestinidad o la cárcel. Sabían los socialistas de entonces que para ser fuertes en España debían serlo también en Cataluña y el PSC fue un pilar que consolidó años de cambios. Aquellos tiempos ya pasaron y la Cataluña de hoy, hija del largo periodo pujolista, dividida, deseando salir del callejón, se empeña en el independentismo. No ha alcanzado siquiera el 50% de los votos, pero se aproxima, y si los futuros gobernantes no se plantean ofrecer una salida digna el independentismo seguirá creciendo. Es posible que los líderes nacionales no lo entiendan, pero forma parte también de la cultura del pacto. Debería figurar en los imprescindibles estudios de «master» de diputados y senadores nuevos y viejos. Pactar no significa renunciar a todo, sino a una parte que permita justificar la satisfacción del contrario. De llegar a nuevas elecciones, el verano ha sido siempre mala época para pactos. El exceso de interinidad nunca es positivo, como ya avisa el FMI.