Cataluña
Jueces, braceros y tapaderas
En definitiva, en ese sistema judicial catalán no habría separación de poderes, la Justicia se administraría por unos jueces comprometidos con las fuerzas gobernantes, de extracción política y seleccionados con criterios de confianza
En definitiva, en ese sistema judicial catalán no habría separación de poderes, la Justicia se administraría por unos jueces comprometidos con las fuerzas gobernantes, de extracción política y seleccionados con criterios de confianza.
Cuando se redactaba el actual Estatuto de Autonomía de Cataluña, era miembro del Consejo General del Poder Judicial y decidimos informarlo. Nadie lo había pedido y si lo hicimos fue porque ese órgano constitucional no podía callar ante una iniciativa claramente inconstitucional. Y no eran malos pensamientos: preveía un régimen de gobierno de la Justicia desgajado del estatal, su propio Ministerio Fiscal, sus propios jueces y fiscales, etc. y todo desde el protagonismo de la Generalidad.
Era un sistema federal pero, si se escarbaba un poco, aparecían las costuras propias de la constitución de un estado independiente: diseñaba el Poder Judicial de un hipotético estado catalán. Nuestro informe, obviamente, fue crítico y advertíamos lo que supondría aprobar ese texto. Finalmente se aprobó con el impulso del entonces Gobierno socialista, y que no exagerábamos lo demostró que el Tribunal Constitucional lo anulase en su mayor parte.
Aun así yo tenía alguna sombra de duda: Constitución al margen, ¿no sería objetivamente bueno?, ¿no sería lo mejor para una Justicia eficaz que cada territorio se involucrase aun más en su gobierno y gestión?; y en cuanto a las dudas sobre la independencia de la Justicia que diseñaba, ¿acaso el modelo estatal no las genera? A esas preguntas me respondía que si ya hay problemas y polémicas en el ámbito lo estatal, no puede compararse cómo se entienden en él las relaciones entre los tres poderes del Estado con lo que ocurriría en el microcosmos de unas regiones erigidas en estaditos federalizados. Si llegasen a diseñar su propia Justicia la situación sería catastrófica, por lo que hay que alejar –y cuanto más mejor– a los centros de poder político del sistema y del gobierno judicial. Con esa promiscuidad resucitaría nuestro castizo caciquismo.
Bueno, pues hace pocas semanas se filtró lo que, dentro de su programa legislativo de desconexión, sería la Justicia que las fuerzas independentistas quieren para su futuro estado catalán. Y todas esas conjeturas no es que se hayan confirmado, es que lo proyectado supera las peores pesadillas: por querer alejarse del sistema constitucional, se alejan tanto que se echan en brazos de un sistema homologable al del cualquier régimen totalitario. En definitiva, en ese sistema judicial catalán no habría separación de poderes, la Justicia se administraría por unos jueces comprometidos con las fuerzas gobernantes, de extracción política y seleccionados con criterios de confianza y con los restos de la judicatura española que allí se mantuviese tras la oportuna purga colectiva. Y otro tanto cabe decir de los fiscales.
La obsesión nacionalista por hacerse con la Justicia viene de lejos y una vez conquistada esa parcela, «estado catalán» sería sinónimo de un entramado institucional diseñado y controlado por y para una élite política, que lo único que quiere es poder y ejercerlo con impunidad. En eso queda el nacionalismo y lo demás –idioma, bandera, historia de diseño, sentimiento nacional, etc.– son sus excusas, espejismos de nación. Ese hipotético estado no sería sino un cortijo, quizás masía, con ciudadanos jornaleros al servicio de esa élite, hábilmente manipulados en sus sentimientos.
Las piezas van encajando. Cuando informamos el proyecto de estatuto no habían salido a la luz muchos de los casos de corrupción que ahora presiden la vida catalana, no había relevantes políticos inhabilitados, ni un expresidente cuya familia se ha calificado judicialmente como organización criminal; ahora así, lo que explica que una primera medida de la Justicia catalana sería un indulto general y evidencia que de haber tenido su Hacienda, sus jueces, sus fiscales y su policía jamás habrían salido a la luz esos escándalos. A eso parece reducirse su idea de nación y estado: a una tapadera.
Las previsiones del estatuto catalán estaban bien diseñadas, sus autores eran hábiles y había que esforzarse para desarmar ese artilugio legal. Ahora esa habilidad jurídica se ha esfumando por el enloquecimiento de los antiguos nacionalistas moderados y la bastez del independentismo radical. La cuestión es si los futuros braceros, perdón, ciudadanos, de ese estado son conscientes y si lo que se llama la «sociedad civil catalana» las élites sociales, económicas de allí a la que se presume depositaria de la sensatez aceptan estos apaños en su llamada a la negociación.
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