Luis Alejandre
La difícil paz: Colombia
Los conflictos, salvo excepciones, no necesitan demasiados años para precipitarse. Lo que es cierto es que necesitan décadas para resolverse. Nuestra hermana Colombia, tras 50 años de cruel guerra, lleva desde 1984 (Betancur) buscando soluciones y no ha sido hasta esta actual década cuando parece haberse encontrado el camino, si no definitivo, por lo menos irreversible. Aquí ha apostado el presidente Santos todo su capital político y, añadiría, humano. No. No es fácil la construcción de la paz cuando se ha enterrado a 200.000 compatriotas ; cuando otros cinco millones de ellos han tenido que dejar sus tierras; cuando cientos de mutilados físicos y psíquicos andan por sus calles; cuando quedan enterradas 11.000 minas en sus veredas. Tras los indiscutibles esfuerzos de sus predecesores, el primer paso de este proceso lo dio Santos con la firma en La Habana en agosto de 2012 del «Acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera» con las FARC-EP. Aquel breve documento ya venía avalado por dos países garantes –Cuba y Noruega– y por dos facilitadores, Chile y Venezuela, y comprometía a sentar en una misma mesa a delegaciones de las dos partes «para que en el menor tiempo posible» cumpliesen las expectativas de la sociedad colombiana. Diseñaba a la vez mecanismos de trabajo en cinco áreas principales –desarrollo agrario, participación política, fin del conflicto, drogas ilícitas y víctimas– y terminaba con una cláusula de reserva: «Las conversaciones se darán bajo el principio de que nada estará acordado hasta que todo esté acordado».
Hoy, a finales de junio, a los cuatro años de aquella firma, parece que este «todo» se ha cumplido. Por lo menos esto se desprende del acto público celebrado en La Habana el pasado día 22 con amplia presencia internacional –Raúl Castro y el canciller noruego Brende como garantes, Bachelet y Maduro como facilitadores–más las testimoniales presencias de Estados Unidos, Europa y El Salvador y la más importante del secretario general de Naciones Unidas Ban Ki-moon. Santos y Timoleón Jiménez («Timochenko») firmaban un «cese el fuego y hostilidades, bilateral y definitivo». Bastaría referir las presencias testimoniales para comprender mejor lo firmado en La Habana, porque, con lógica, el proceso se apoya en la mediación internacional, sin perder específicas características colombianas.
Pronto apareció el primer borrador que desarrollaba lo firmado y que se apoya en consolidadas experiencias –fracasos incluidos– de Naciones Unidas. Desarrolla los mecanismos sobre concentración de los combatientes en 23 zonas, que denomina «Zonas Veredales Transitorias de Normalización» (ZVTN); diseña un calendario preciso que remite a un día «D»; señala condiciones de seguridad; de repliegue de la Fuerza Pública; de restricción de vuelos en determinadas zonas, etc.
Dispone el almacenamiento inicial del armamento en contenedores, con plazos y procedimientos referidos a medidas recíprocas de confianza, sistema bien conocido en misiones de NN UU: un 30% del arsenal entregado el D+90; otro 30% el D+120, y el 40% restante el D+ 150.
El D+180, es decir, a los seis meses, el armamento debe estar verificado y destruido. Su destino final, la construcción de tres monumentos a emplazar en Nueva York (NN UU) en La Habana y Bogotá.
La experiencia dice que estos cronogramas son de difícil cumplimiento. Pero son irreversibles. Y en cierto sentido es necesario olvidarse de relojes y calendarios, si se consigue el fin.
Por supuesto, Santos tiene que superar la oposición interna y una latente indiferencia por parte de determinados sectores de su país. Las opiniones que llegan de Bogotá admiten que «realmente es una gran noticia; pero la incertidumbre está instalada en la sociedad colombiana en la que la firma no ha generado gran emoción; en las regiones hay esperanza; en Bogotá, muy poca». Es que durante muchos años el conflicto se percibió como un problema entre Ejército y la insurgencia y la capital no vivió la guerra como en las periferias.
Varias sensaciones al referir con alegría este momento. Siento que en La Habana no pudiese estar un colombiano excepcional: Augusto Ramírez Ocampo, antiguo Canciller y alcalde capitalino. Sé lo que consiguió en El Salvador (ONUSAL), superando las presiones burocráticas y presupuestarias de NN UU los propios engaños del FMLN, que no entregó el 100% de su armamento, los insultos de cierta prensa que no creía –ni quería– que El Salvador alcanzase la paz. Ahora aparecerán también quienes buscan «beneficios» del proceso, en forma de empresas especializadas en demoliciones y levantamientos de campos de minas, porque los fondos que lleguen del exterior pueden ser golosos. Son los propios contendientes colombianos –«quien montó un campo de minas debe desmontarlo»– los que deben recuperar la seguridad de sus tierras.
Y un último apunte: no puede olvidarse el Gobierno colombiano de los soldados que le han servido con sacrificio y lealtad durante años. Merecen por lo menos el mismo trato que los que ahora se beneficiarán de los réditos de la paz. Y la paz será de todos.
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