Libros

José Jiménez Lozano

La siesta y las computadoras

La Razón
La RazónLa Razón

Lo primero que quería decir inducido, sin duda, por la climatología propia de todavía fechas veraniegas, es que hasta las costumbres estacionales nos han quedado sustraídas por enormes progresos y adelantos que las han tornado súbitamente en antiguallas innombrables de un pasado de tiniebla, como decía el señor Mao y luego se repitió este mismo cuento chino en todo Occidente y también en España, y pongamos por ejemplo hasta la inocente antigualla de la siesta, que recibió injustamente una pintura, realmente «al odio».

La siesta, en efecto, tiene hoy una fama y ofrece un «look» cultural nada honorable, e incluso verdaderamente despreciable, aunque no tanto como la lectura, así de estudios como de hermosuras literarias. Y la cuestión con este asunto, ahora, no es que se censuren los libros, sino que han desparecido la mayor parte de los lectores, que siempre fueron una minoría, y el resto ha pasado a la cultura llamada «de masas», en la que los libros precisamente no se necesitan para nada, como contestó Sándor Márai a algunos amigos suyos, que pensaban que cultura de masas significaba que estas masas en bloque, en cuanto pudieran, iban a entrar a rebato en la vieja y sólida cultura para alimentarse de ella.

No sé yo si ya en tiempos de los asirios las gentes se echaban su siestecita, pero es muy de presumir, porque un hombre de aquellos tiempos, como Jonás, que iba huyendo desde el Medio Oriente hacia Tarsis, en España, se durmió profundamente, en medio de una tempestad, y hubo que zarandearle para que despertase; con lo que es lógico pensar que, aunque se le tragó una ballena, pudo sobrevivir y cumplió con el viaje a Nínive que se le había encargado, gracias a lo descansado que estaba.

En cualquier caso, los estudiantes de bachillerato de antes de las grandes reformas educativas sabían muy bien todo esto y que el pastor Títyro dormía la siesta a la sombra de las encinas, que no es una sombra muy profunda, sin embargo en nada comparable ni de lejos a la sombra de las nogalas, que en pleno agosto equivaldría a quedarse al sereno con el otoño avanzado. Pero aquella siesta de Títyro está descrita en un latín hermoso y dulce, aunque fuera laborioso traducirlo para un mocito bachiller.

Y hay noticia de muchas otras siestas, pongamos por caso las regladas en la vida monástica y también en la vida civil sin regulación ninguna, pero, pasados los tiempos medievales y barrocos, se descubrió que los libros, como las óperas, invitaban a un plácido sueño, si bien óperas y libros eran signos de distinción social. Así que se formaron bibliotecas enteras en las que los libros eran en realidad cajas de mayor o menor formato, pero de una preciosa encuadernación, para suntuosas vasijas de líquidos espirituosos, y se descubrió que, aunque la electrónica tenía un antipático rostro científico, también ofrecía un lado muy pedagógico, y conozco un caso en que los niños de un determinado establecimiento de estudios estuvieron utilizando un esquema on-line para aprender, en un primer curso, la multiplicación del cinco hasta el cinco por cinco, y luego, en un segundo curso, desde el cinco por seis hasta el cinco por diez. Es admirable.

De manera que la siesta, pintada por Brueghel con un botijo o pequeño cántaro de agua fresca al lado, que al fin y al cabo es la siesta de Tityro, se convirtió, como digo, en estampa de subdesarrollo, y dio al traste con Virgilio, Horacio, Dante, Petrarca, Pascal y Cervantes, que está sacado también de los programas escolares, en 2007. Pero el estudio del averroísmo o de las categorías kantianas, que fueron explicadas a Joan Corominas, según nos cuenta, conforme a las distintas clases de bacalao que el profesor tenía en su tienda, resulta ahora mucho más pedagógico en una computadora, y con la ventaja de que el tema puede espaciarse como la multiplicación del cinco, y no cansa ni da sueño. ¿Quién hubiera podido adivinar tales progresos?