Valencia
Marchemos, yo la primera...
El Palacio de Buenavista, sede actual del Cuartel General del Ejército desde que Espartero en 1847 instaló el Ministerio de la Guerra, atesora entre sus muros testimonios de su historia y bienes culturales de indiscutible valor. Me detengo en dos lienzos que representan a Fernando VII: uno firmado por Goya en 1814 y el otro en 1834 por Vicente López, ubicados en el Salón de Embajadores. La categoría de los pintores superaba el interés por el personaje. En algunos actos oficiales alguien creía que aquella mirada aviesa del discutido «deseado» reflejada por Goya, le traía mala suerte, «mal fario», insistía un buen compañero.
Es bien conocida la frase pronunciada por Fernando VII en 1820 en su Manifiesto a la Nación Española en la que refrendaba su decidido apoyo a la Constitución de Cádiz de 1812. El tiempo demostraría que aquel «marchemos francamente, yo el primero, por la senda constitucional» conllevaba un gran cinismo y una falsa apariencia de autenticidad. No pasarían más de tres años en que los llamados «100.000 Hijos de San Luis» restableciesen el absolutismo que cercenaba una vez más el necesario proceso de modernización política, militar y administrativa que representaron las Cortes de Cádiz o incluso –guste o no guste– a los que apoyaron las reformas de José I Bonaparte, perseguidos y expurgados con la etiqueta de afrancesados. Deseado según unos, felón según muchos, la historiografía es muy dura con Fernando VII. Solo Raymond Carr (1) se apiada de él: «No fue el déspota empecinado de la historiografía liberal; martirizado por la gota, sencillo hasta la austeridad, querido por sus servidores; fue un contemporizador por naturaleza desprovisto de la firmeza que según los agentes franceses advertían en su hermano menor Don Carlos». Tras las derrotas de Napoleón, Suchet recibía a primeros de marzo de 1814 la orden de retirarse de Cataluña. Fernando entraba el 22 por Gerona, Tarragona, Reus, Zaragoza, Valencia, Játiva, Albacete, Corral de Almaguer, Aranjuez y Madrid donde había sido reiteradamente aclamado. En su camino hacia Valencia recibía al Regente, el Cardenal de Borbón, con un mensaje de las Cortes solicitando respetuosamente que acatase la Constitución. Se negó rotundamente respondiendo al Cardenal: «Besa esa mano».
En estos dos meses percibe su popularidad y la falta de arraigo de los liberales, sobre las que cimentará el tristemente conocido «sexenio absolutista». Este se cerrará en enero de 1820 cuando Riego proclame en Cabezas de San Juan, la Constitución de 1812 tras la cual inicia una marcha de mil kilómetros por Andalucía y Extremadura dejando un reguero de desertores. Pero a pesar de ello, la sublevación se extiende hasta Madrid. El 7 de marzo Fernando VII nombraba un gobierno liberal y el 9 de julio ya leía ante las Cortes el considerado primer discurso de la Corona de nuestra historia. Se consolidaba el método español de hacer la revolución: insurrección militar como primer paso, apoyo en provincias después y finalmente cambios de rumbo obligados en Madrid. Se repetiría este método en las revoluciones de 1854 y 1867 pagando con sus vidas muchos de sus protagonistas. ¡Duro Siglo XIX!
El pasado jueves día 9, la presidenta del Parlament, Carmen Forcadell, ante un juez del Tribunal Supremo asumía volver a marchar por la senda constitucional ante la gravedad de los hechos que se le imputaban: «Insurrección desde el poder constituido apoyada por movilización popular»; «rompiendo todos los moldes de la convivencia acordada»; «desafiando abiertamente principios básicos»; «utilizando medios de comunicación y redes de carácter tóxico». Añado, el empleo de una de las armas más corrosivas: la de crear falsas expectativas, la de frustrar ilusiones.
El «consejo de los abogados» es respetable y nuestro Estado de Derecho garantiza toda una gama de pruebas de defensa, desde el silencio hasta la siembra de la duda. Pero, por encima de este «susurro exculpatorio» queda la quiebra del sentido del honor. La misma persona que los días 6 y 7 de septiembre dirigió un claro intento de destruir el orden constitucional; que arrastra cuatro prohibiciones del Constitucional; que desoye las advertencias de todos sus servicios jurídicos, que jura no dar un paso atrás, no podrá obviar, como recoge el auto del Supremo, que el plan independentista estaba orientado a intimidar a los poderes legalmente constituidos, asumiendo que la convocatoria del 1 de octubre podía llevar a «violencias incontrolables». Porque bajo el inocente amparo de actividades pacifistas, vestidas del universal derecho al voto, se escondían estrategias del caos y manipulaciones sangrantes. ¿Les convenía a algunos que en lugar de heridos y contusos hubiese habido fallecidos? Pienso que sí.
¿Hasta que punto podemos considerar leal «la senda constitucional» asumida por Carmen Forcadell?: ¿hasta otro levantamiento a lo Riego? ¿hasta la llegada de otros 100.000 hijos en formato manifestación, twits o votos?
Sólo tengo clara una idea: ¡Suerte han tenido de vivir en la España del XXI y no en la del XIX!
(1) «España 1808-1939». Ariel 1969.Pag.127
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