Antonio Cañizares
Necesitados de la misericordia
El domingo pasado, en casi todas las diócesis de España, por no decir del mundo entero, clausurábamos el Año de la Misericordia convocado por el Papa Francisco y que él mismo clausurará en Roma el próximo domingo. Este año, entre otras muchas cosas y bienes que nos ha traído, está el reconocer que estamos necesitados de la misericordia de Dios: que sólo la misericordia será nuestro futuro, es ya nuestra esperanza.
En efecto, donde dominan el odio y la sed de venganza, donde la guerra conduce al dolor y a la muerte de inocentes, donde el terrorismo, el narcotráfico, donde el exilio, la marginación y la pobreza... están segando tan injustamente vidas humanas, es necesaria la gracia de la misericordia que aplaque las mentes y los corazones, y haga brotar la paz. Donde falta el respeto por la vida y la dignidad del hombre, donde no se tiene en cuenta al hombre, la persona humana, es necesario el amor misericordioso de Dios, a cuya luz se manifiesta el indecible valor de todo ser humano: esta es una de las grandes miserias que aqueja n a la humanidad, que el hombre, que la persona humana no cuenta. Es necesaria la misericordia para asegurar que toda injusticia en el mundo encuentre su término en el esplendor de la verdad, la que se realiza en el amor.
Vivimos una gran crisis mundial. Se ha ido construyendo un tipo de sociedad que está herida, que está rota, una sociedad desnortada y sin orientación –desorientación que también está afectando a las iglesias–, aparece una enfermedad que tiene como síntoma el agotamiento y la decadencia inequívocos, hay una ruptura y no es sólo por la corrupción sino que la gente está harta de sí misma y se está revelando contra su modo de vida. La juventud padece de desesperanza, se le cierran los horizontes de futuro para el trabajo, para formar una familia, sus estudios parece que no les sirven de casi nada, se ven forzados a casarse muy tarde: señales que ponen de manifiesto que este modo de vivir y actuar no funciona: cuando se carece de esperanza se llena uno de miseria y pobreza, de sinsentido. Hay una gran crisis de la persona, y si la crisis está en la persona, en la persona habrá de estar la solución: pero esto se olvida, ése es el mal y la persona es inseparable de Dios. Todo denota esa necesidad de Dios y de su misericordia. Se está construyendo un nuevo orden mundial, cuya característica más sobresaliente y preocupante es que en ese nuevo orden la persona estorba, la verdad del hombre estorba, Dios estorba: esta es la gran indigencia, la fundamental pobreza y carencia que habrá que resolver. Que Dios tenga misericordia de nosotros y nos conceda su misericordia para ser como ÉL: misericordiosos.
La Humanidad de hoy se ve acechada por «nuevos peligros» que acosan al hombre y su dignidad, a la convivencia fraterna y su futuro, o que la amenazan por el debilitamiento de la familia, o el poderoso narcotráfico, o el terrorismo infernal desatado por fuerzas que dicen blasfemamente actuar en nombre de Dios, por el mercado de las armas, por la violencia machista, o la trata del hombre o de la mujer. A menudo el hombre de hoy vive como si Dios no existiese, e incluso se pone a sí mismo en el lugar de Dios. Se arroga el derecho del Creador de interferir en el misterio de la vida humana. Quiere decidir, mediante manipulaciones, la vida del hombre, y determinar los límites de la muerte. Se observa una tendencia en la sociedad de hoy, con muchos medios a su alcance, que quiere eliminar la religión, en concreto el cristianismo, más aún, a Dios mismo, tanto de la vida pública como de la privada. El olvido de Dios, rico en misericordia, su desaparición del horizonte y universo de una cultura dominante que lo ignora o rechaza, es el peor mal que acecha a la humanidad de nuestro tiempo, su quiebra más profunda: por eso necesitada de misericordia.
Esta tendencia que vengo señalando se pretende imponer como cultura dominante, además, al rechazar las leyes divinas y los principios morales, atenta abiertamente contra la familia, contra la que hay orquestada una gran guerra, en expresión del Papa Francisco, que es donde está el futuro del hombre, el cimiento de la sociedad: los ataques o la guerra a la familia es elemento sustancial que han encontrado algunos poderes e ideologías para construir esa nueva sociedad, ese nuevo orden mundial que se pretende.
De diversas formas trata de amordazar la voz de Dios en el corazón de los hombres; quiere hacer de Dios el gran ausente en la cultura y en la conciencia de los pueblos, y así se priva del Gran Amor que protege y apuesta incondicionalmente por el hombre. Todo ello ha condicionado sobre todo al siglo XX, un siglo marcado de forma particular por el misterio de la iniquidad –ahí están los genocidios y los holocaustos, los totalitarismos e intransigencias empecinadas que siguen marcando la realidad del mundo en este nuevo siglo–. Estamos viviendo momentos complicados en el mundo, en nuestra sociedad. Con toda honestidad, y con fe viva, es preciso reconocer que estamos necesitados de la misericordia de Dios para reemprender el camino con esperanza; estamos grandísimamente necesitados del testimonio y anuncio de Dios vivo y misericordioso; esta es la cuestión esencial: sin Dios no es posible la dignidad de la persona humana, un hombre libre asentado en la verdad y en el amor, sin Dios no es posible la convivencia humana ni la paz entre los pueblos y las gentes. Necesitamos, en tiempos de dispersión y quiebra, centrarnos en lo esencial: y lo esencial es la experiencia, testimonio, anuncio e invocación constante y confiada de Dios misericordioso, revelado en el rostro humano y con entrañas de misericordia de su Hijo venido en carne, que se acerca a nosotros como buen samaritano, que se identifica con los pobres, los que pasan hambre, los enfermos, los privados de libertad, crucificado y resucitado de entre los muertos, y entregado misericordiosamente en el Santo Cáliz de la Cena, esto es, de la Sangre derramada por nosotros para nuestra reconciliación. Esto es lo esencial. Para nosotros, en la situación que vivimos, para el mundo y para el hombre sólo existe una fuente de esperanza: la misericordia de Dios, Dios misericordioso que se ha manifestado tan grande en Jesús.
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