Caracas
No garantizamos el derecho a la vida, pero regalamos el ataúd
A las oligarquías criollas americanas, las mismas que impulsaron las revoluciones independentistas, nunca les interesó que los estados resultantes fueran fuertes. Es decir, que las instituciones surgidas del contrato social acabaran por imponerse sobre los verdaderos detentadores del poder. Y, así, esas leyes nuevas fueron papel mojado, aunque, eso sí, primorosamente redactadas. «No nos hemos opuesto al Rey y a la cosa esa igualitaria de la Constitución de Cádiz –vinieron a decirse– para que, al final, vengan los indios a explicarnos lo que tenemos que hacer...». Más o menos. Los indios, por supuesto, se pasaron mayormente al lado de los realistas porque sabían de qué iba la vaina y, al final, así les fue, mal. Como siempre al analizar movimientos históricos amplios, se admiten todas las excepciones que se quieran, pero lo cierto es que desde el Bravo del Norte a la Tierra de Fuego, conceptos como el cumplimiento de las leyes, la sujección a las normas y el respeto a las decisiones judiciales han sido, como la tortilla de patatas con cebolla, «discutidos y discutibles». Los analistas de la ONU, más elegantes, se refieren a este fenómeno con términos como «déficit de institucionalidad», y lo consideran como una de las causas endémicas de la delincuencia que asola Iberoamérica. La semana pasada, Naciones Unidas hizo públicas las últimas estadísticas de criminalidad mundiales, con datos referidos a 2012. Son números redondos y, probablemente, no representan la totalidad de las víctimas, porque ese «déficit de Institucionalidad» también afecta a los organismos encargados de la recopilación de datos. Vamos, que en muchos países del mundo, los muertos no están contados. Un año más, América encabeza la clasificación en el número de homicidios –157.000– muy por delante de África –135.000– y de Asia –122.000–. En los últimos puestos, y pese a los esfuerzos de Rusia, están Europa –22.000– y Oceanía –con un unos modestos 1.100 asesinatos–. En la clasificación por países, Honduras, con un índice de 90,4 homicidios por cada cien mil habitantes, y Venezuela, con 53,7 por cada cien mil, ocupan los primeros lugares. Una ciudad, San Pedro de Sula, en Honduras, claro, se lleva el dudoso honor de ser la más peligrosa del mundo, con una media de cuatro asesinatos diarios. Ni Ciudad Juárez en sus peores tiempos llegó a tanto. Belice, El Salvador, Guatemala, Brasil, México y Colombia son los siguientes de la lista negra, aunque en este último país la situación mejora de año en año. Lo que no se puede decir de Venezuela, que es el país donde más crece el crimen desde 1995. La mayoría de las víctimas son jóvenes de zonas marginadas, integrados en pandillas y relacionados con el narcotráfico. Pero el azote llega cada vez más a familias de clase media baja, incapaces de hacer frente a los gastos que supone rodearse de seguridad privada, muros con concertinas y videovigilancia. ¿Soluciones? Siempre se acaba apelando a la mano dura, aunque todo el mundo sabe que son los propios policías los que gestionan la delincuencia, ante una judicatura impotente. En Argentina, últimamente, la población recurre al linchamiento de los sospechosos, lo que hasta ahora era especialidad de bolivianos y guatemaltecos. Y en Honduras, ya que no pueden garantizar el derecho a la vida, algunos ayuntamientos regalan el entierro.
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