Restringido
Nuestra hora mejor
En 1940 Gran Bretaña afrontó la más terrible crisis de su historia. La fulgurante invasión de Francia por el ejército alemán y la derrota de los aliados en el campo de batalla pusieron las islas a merced de Hitler. Fue en esas semanas de crisis cuando Winston Churchill se convirtió en Primer Ministro
En 1940 Gran Bretaña afrontó la más terrible crisis de su historia. La fulgurante invasión de Francia por el ejército alemán, y la derrota de los aliados en el campo de batalla, pusieron las islas a merced de Hitler. Fue en esas semanas de crisis cuando Winston Churchill se convirtió en Primer Ministro. Desde el primer momento no ocultó a los ciudadanos la gravedad de una situación dramática, venció en el Gabinete a los que abogaban por una paz deshonrosa con los nazis, y se ganó al Parlamento y a la calle con una promesa que ha hecho historia: sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor.
La España de nuestros días parece por su parte una tierra acogotada por una frustración colectiva. Anudar todos los motivos de ese desencanto supone no es tarea fácil. Solo ahora nuestro país parece empezar a superar el lastre de una tormenta económica insoportable. Una crisis en la que sólo más dramático que sus efectos ha sido nuestra incapacidad como sociedad para articular respuestas coherentes, que nos permitiesen volver a sentirnos dueños de nuestro destino. Y es que a caballo de esa atonía económica galopaba un jinete mucho más amenazante. Una marea de descontento con nuestro sistema político, con nosotros mismos como sociedad. Una crisis de identidad tornada en rechazo informe pero desbocado.
Los datos del paro comienzan a lanzar señales esperanzadoras, pero aún no hemos sido capaces de elaborar una narrativa que sirva como banderín de enganche moral para una población saturada tras años de apocalipsis económico, y de degradación de los valores rectores de la sociedad española. Al contrario, zaherido por un comportamiento de los gestores políticos demasiadas veces poco ejemplar; por un sistema educativo fallido y por la ausencia lacerante de una cierta idea de España, nuestro país navega –como proyecto– a la deriva.
La respuesta a esa pérdida de rumbo no puede ser la inacción o la entrega de los ciudadanos a soluciones populistas. La Constitución de 1978 continúa siendo igual de útil para articular la convivencia entre los españoles del siglo XXI. Es necesario recuperar el vigor perdido tras casi cuarenta años de una andadura que constituye un éxito innegable. Poner sobre la mesa ideales cautivadores y grandes cuestiones que requieren acciones inmediatas.
Nuestro infortunio tiene sin duda su cristalización perfecta en el cisma creciente entre una parte de Cataluña y el resto de España. Una quiebra aupada por la irresponsabilidad bucanera de la Generalitat, pero que tampoco ha sido respondida con una dialéctica alternativa. Una capaz de seducir más allá del recurso del miedo a lo que acecha fuera de la UE. Capaz de hacer valer la idea de España, en su historia y su presente, como un valor preferible. Y es que la Transición consagró las identidades regionales de nuestro país, pero fue incapaz de cristalizar en un nuevo tiempo los principios rectores de la Nación de Ciudadanos. Seguimos educando en un decimonónico principio de exclusividad regional, y muy poco en la excelencia y el esfuerzo. No hemos fraguado unos valores cívicos y políticos que sean el denominador común de todos los españoles. Es hora de poner remedio urgente a todo ello.
Todo ello pasa por necesarios consensos y acuerdos entre las grandes fuerzas políticas. Pero estos no pueden ser un arma cortoplacista para reducir o discutir la legitimidad de las urnas, o plantearse con las elecciones en mente. No son, en definitiva, un atajo al poder sino un mecanismo de servicio a la sociedad. Sólo serán posibles mediante una cierta renuncia al partisanismo y una nueva lógica de relación entre las fuerzas políticas. Todo ello en beneficio del tan olvidado principio de lealtad institucional. El populismo o la secesión no tienen lugar en esta fórmula. Esta es una hora para los estadistas.
Los últimos doscientos años de nuestra historia han sido una suma de fracasos y frustraciones a la hora de encontrar una fórmula política que articulase el gran proyecto de vida en común que es España. El deambular espectral de regímenes quinquenales, de guerras y pronunciamientos, tocó a su fin con la Constitución de 1978, que inauguró los años más galanos de nuestra peripecia reciente. Aquel gran consenso sigue plenamente vigente, y precisamente por eso hoy reclama ser fortalecido, no discutido.
¡Basta ya del argumento caduco de la España como problema! Pese a todas las nubes que ciernen sobre nosotros, y pese a las sombras del pasado, el balance es con mucho positivo. Si una vez más los españoles somos capaces de hacer valer un gran proyecto de concordia nacional, certificaremos lo que para mí es una realidad incontestable: Que más allá de las grandezas y calamidades de nuestra larga historia, los mejores días de España aún están por llegar. Nuestra hora mejor.
*Facultad de Ciencias Humanas y Sociales. Universidad Pontificia Comillas ICAI-ICADE
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