José Luis Requero
Odio, odiadores y odiados
El odio es también un arma ideológica, política, y esto sí que es peligroso. Los totalitarismos tienen muchos puntos en común, uno es la apelación al odio
Según el Tribunal Supremo la libertad de expresión no ampara el llamado «discurso del odio» y condena a un twittero que se burló de las víctimas del terrorismo. Sobre esto habría mucho de que hablar y acabaríamos en un inevitable «ir al caso» para deslindar la discrepancia con lo que sí es una incitación al odio y sus cortejo: burlas, insultos, vejaciones o sarcasmo. Por cierto, el odio es una pasión y las pasiones, en el fondo, no son ni buenas ni malas: depende cómo se manifiesten. Por ejemplo, odiar a una persona o a un grupo de personas, a una población, etnia, etc. es objetivamente malo y hasta delictivo; odiar la mentira, la injusticia o el abuso no lo es, aunque es mejor emplear unos términos más pasables como detestar o aborrecer.
El odio es también un arma ideológica, política, y esto sí que es peligroso. Los totalitarismos tienen muchos puntos en común, uno es la apelación al odio. Por ejemplo, el comunista lo fomenta e indica a quien odiar para así esconder sus mentiras y fracasos. En su catálogo de odiables están los capitalistas, los Estados Unidos, las multinacionales, la Iglesia, etc. El totalitarismo nazi se centró en los judíos y en nuestra versión hispana, el totalitarismo nacionalista dirige su odio contra España, lo español, los españoles.
Otro punto común en los totalitarismos es cosificar al odiado. Como la razón natural repudia hacer el mal –por ejemplo, odiar a otro– esa reacción de la naturaleza moral se anestesia negando la condición humana al odiado. Los nazis presentaban a los judíos como cucarachas, la propaganda comunista como alimañas a los enemigos del pueblo; entre nosotros los etarras presentan a los policías como txakurras, es decir, perros. Coinciden en esto con los esclavistas que fueron a más y rebajaron la entidad del esclavo de animal a cosa, una res commercium, lo mismo que la ideología de género con el ser humano no nacido: es un conglomerado de células, un «producto de la concepción». Los propagadores del odio se camuflan afirmando que son sus víctimas las que actúan por odio. Esa hipocresía explica el abuso del sufijo «fobia», lo que les permite eludir todo debate y anular en la opinión pública al discrepante. Así esa constante apelación a la «fobia» surge precisamente en temas polémicos: el debate sobre la inmigración se zanja tildando de xenófobo al discrepante y homófobo a quien critique la ideología de género. Por cierto, una pregunta: ante el origen ya constatado de los autores de los últimos crímenes islamistas en Europa, ¿se han disculpado los histéricos que atribuyeron al cardenal Cañizares un talante xenófobo por advertir que no todos los solicitantes de refugio eran «trigo limpio»? Creo que esa disculpa no llegará: odio y humildad no casan.
Pero la incitación al odio se ha popularizado, ya no es patrimonio de ideólogos. El contaminado por el odio puede erigirse en su eficaz propagador desde que tiene a su disposición un arma tan potente como son las redes sociales. El nuevo ágora, la nueva plaza pública, la nueva tribuna, el nuevo speakers corner planetario está en esas redes sociales: el odiador encuentra ahí difusión y, en auxilio de su cobardía, la posibilidad del anonimato. Precisamente los pronunciamientos judiciales sobre la incitación al odio proceden de casos que han tenido como escena del crimen alguna red social y como autor a alguno de estos peones del discurso del odio.
En el narcotráfico el gran traficante o el blanqueador de esas ingentes ganancias raras veces caen, sí el camello pequeño o mediano. Lo mismo ocurre con los odiadores. Los ideólogos, los intelectuales, los partidos o los medios de comunicación que gestan el discurso del odio, sí quedan amparados en la libertad ideológica o de expresión, no el bocazas dado al insulto y a la iracundia. Éste es el destinatario de esos pronunciamientos judiciales que nos dicen que la libertad de expresión no ampara el discurso del odio. Es un odiador torpe, al que se le va la fuerza por la boca, ejerce de eco de esos ideólogos, verdaderos odiadores de alto «standing». Y estos son los peligrosos, son los que han sembrado la Historia de cadáveres.
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